martes, agosto 30, 2005
despedida
Cambiarse de casa es desenterrar el pasado. Aunque yo solo viví un año y medio en el depto. me impresionó la cantidad de objetos, dibujitos, nuevas fotos y pilchas que se acumulan y son los recuerdos de un año que no estuvo nada de mal.
Tenía planeado cambiarme esta semana, pero Eugenio que es el dueño de mi cama, mi velador, la cocina, el refrigerador y todos los muebles que pueblan la casa, decidió cambiarse el fin de semana, por lo que yo tuve que improvisar una mudanza el día sábado. Llenar bolsas de ropa, dos baúles de libros y cachureos, una lámpara/báculo sagrada, una tele y el colchón que aún yace entre las abandonadas paredes del depto en espera de algún motor que lo pueda atrevesar por la ciudad.
El embalaje improvisado fue durante el tormentoso día sábado, en medio de la lluvia subiendo y bajando bolsas todo con el pecho apretado por una sensación fuerte de cambio físico y emocional no digerido aún. Ema se vuelve a Inglaterra después de un año de compartir todas las tardes un té con leche, un pucho y una eterna conversa que podía derivar en los más extraños temas. Con el depto. la dejo a ella y el jueves ella nos deja a nosotros y a Santiago, la ciudad que tanto ama porque según dice "es una ciudad honesta".
Es dificil deshacerse de los recuerdos, pero al llegar a mi nuevo pequeño hogar y al divisar el único cajón y estante que tengo para dejar mis cosas, me enfrié de sangre, tomé una enorme bolsa de basura y me deshice de un 80% de mis ropas y cachureos, sin dolor, simplemente arrojándolos a la bolsa negra y desentendiéndome de cada objeto. Finalmente llené dos enormes bolsas de basura de ropas y objetos de todo tipo, los cuales fueron a parar a la iglesia de la plaza ñuñoa y ahora soy una niña livianita que podría partir mañana con su palo y su bolsita en la espalda a lo chavo del 8.
Luego de tanto movimiento, nos juntamos ayer con Ema a tomar café, hablamos solo del presente, y al plantear el tema del futuro lloramos tratando de contenernos, riéndonos por nuestro llanto absurdo, esa fue algo así como la despedida simbólica de un lugar físico, de una persona que permanece y de una etapa que está por cerrarse. Bueno, el miércoles se materializará con una gran celebración, la que siempre quisimos rodeados de paredes vacías.
martes, agosto 23, 2005
Shao Hello 2
Luego del sangriento ataque que nos dejó a Ema y a mí refregándonos profundos rasguños en el baño, decidimos que esto no podría repetirse, y que debíamos deshacernos lo antes posible de Hello. Eugenio fue el primero en exigir el exiliodel gato, aunque los tres sentimos cierta piedad que nos llevó a decidir tomarnos un tiempo para conseguirle un hogar decente, con el espacio suficiente para que su psiquis no se viera tan extremamente afectada.
Decidimos encontrarle casa a Hello, pero antes lo llevamos al veterinario exigiendo algún tipo de explicación ante esa reacción asesina en nuestra contra. Pero éste no fue capaz de darnos respuesta alguna, nos dijo que era un tema complicado y que si estaba castrado era muy raro que atacara tan agresivamente y nos ofreció quedarse con el animal por un par de días para observar su comportamiento. Además nos aseguró que ese mismo jueves habría un seminario sobre violencia felina al que él asistiría y nos entregaría la información pertinente. También nos dio la alternativa de darle antidepresivos humanos para calmarlo mientras le encontrábamos otro hogar y por último, nos ofreció quedarse con él y a cambio darnos una gata tranquila y criada para llevarnos. Ninguna de las alternativas nos convenció, era absurdo empezar a gastar plata en antidepresivos y tampoco teníamos el tiempo de estarle dando cada cuatro horas esas extrañas gotas. Cambiarlo por una gata sería una traición, al que queríamos era a él, pero lo queríamos sano o con algún tratamiento accesible. Finalmente lo dejamos en "examinación" en un tétrico laboratorio.
Con la ausencia de Hello, mi vida se relajó bastante, ahora podía pasearme por cualquier lugar del departamento sin sentirme amenzada, podía echarme largas horas en el sillón sin un par de ojos diabólicos enfocándome, sin esos maullidos desesperados, pero no pasaron ni tres días y Eugenio lo trajo de vuelta a la casa. Nadie me preguntó, pero vi un enorme cartel en el baño que decía "gracias por recibir a Hello de vuelta", lo cual me conmovió un poco, pero no me convenció ni afiató el lazo de confianza con el animal.
Durante esos días, mientras Ema estaba en Argentina, nos quedamos con Eugenio y Hello en la casa. Eugenio mantenía una relación muy cariñosa con la fiera, mientras que cuando compartíamos espacio los tres, Hello me miraba fijo y comenzaba a acercárseme lentamente y maullando cada vez más fuerte. Su nerviosismo iba en aumento hasta que comenzaba a abalanzárseme y ahí yo llamaba desesperada a Eugenio quien alcanzó a rescatarme varias veces de sus garras.
Pasaron dos semanas en que yo y Hello no podíamos estar juntos. Cada vez que sacaba mi ropa a lavar éste intentaba agredirme mientras Eugenio lo correteaba con la silla hasta encerrarlo en el balcón, pero llegado un momento no aguanté más y le dije: "Es Hello o yo, lo siento mucho pero no puedo seguir viviendo así, con miedo. Así que o nos llevamos al gato o me voy del departamento" Entonces Eugenio se puso triste y decidió mandarlo al campo de Yunia, pero los días pasaban y las escenas se seguían repitiendo hasta que un día, nuestro amigo Ricardo lo llevó a la Sociedad Protectora de Animales, donde en una jaula gigante que compartía con varios gatos y posillos de pelets rodeados de pequeñas camitas, abandonó a Hello. La última imagen es de una foto que tomó Ricardo donde se asoma su cabeza junto a la de su futuro amigo gato através de las rejas de su nuevo hogar.
Si bien Hello siempre estaba rodeado de humanos, tenía a su amigo Chavo, bueno, en realidad era una amistad algo forzada, porque todas las tardes llegaba este blanco y peludo can a compartir su espacio, a comerse su comida y a echarse en la alfombra plácidamente haciendo caso omiso de los extraños acercamientos de Hello. Todas las tardes el chavo se echaba en silencio en el living y bastaba un minuto de distracción para escuchar una ensalada de gruñidos y maullidos. Es lo que podríamos definir como una amistad hipócrita.
El Chavo era un perro viejo que había sido encontrado por mi amigo Sven en una calle de Valparaíso, por lo que tenía gran parte de su vida recorrida y otra buena porción de mañas de perro de mundo. Sven y Ricardo andaban con Chavo de arriba para abajo por la ciudad y todas las tardes lo llevaban al depto donde se quedaba tranquilamente hasta el momento de soledad con Hello donde se producía el "encuentro". El Chavo disfrutó de los más confortables últimos días de vida hasta esa tarde, la misma en que Hello fue a parar a la Sociedad Protectora por manos de Ricardo.
Después del triste trámite de dejar al gato, Sven y Ricardo fueron con el Chavo a pasear al parque forestal, frente al Museo de Bellas Artes, donde pasaban un agradable tarde hasta que llegaron lo estudiantes. Un paro de estudiantes se tomó parte del parque y no tardaron en llegar los pacos con sus guanacos. Los estudiantes corrían desesperados mientras lanzaban piedras y con un "guanacazo" que le llegó al Chavo, éste salió corriendo, cruzó la calle y fue inmediatamente atropellado y muerto. Sus restos fueron enterrados esa misma noche junto a la estatua de Rubén Darío cercana al lugar de la desgracia, restos que misteriosamente desaparecieron dos noches después.
Quedamos todos impactados con la noticia, en un solo día nuestras mascotas habían desaparecido y Sven y Ricardo estaban especialmente tristes porque fue en contra de su voluntad y el Chavo era como una suerte de hijo de los dos y gran parte de su relación se basaba en sus cuidados y su amor.
Pero el vacío que dejó Chavo no tardó en llenarse, aunque su recuerdo no se ha borrado de nuestras memorias. Los muchachos fueron a la Sociedad Protectora a escoger otro perro. Fueron reiteradas visitas en espera del indicado, hasta que encontraron un lindo quiltro tipo coquer pero pelado, huesudo y de finas extremidades que pasó a ser la nueva mascota. Se llamó Malo Rodrigo y pasó a formar parte de sus planes y vida de pareja. Pero Malo Rodrigo no era un perro perfecto, su extremada flacura era producto de una fuerte invasión de parásitos o gusanitos que se alimentaban por él. No tardé en comprender el problema de salud que tenía Malo, cuando una noche muy cansada, luego de que Malo y Ricardo se habían ido de mi casa, me fui a acostar y antes de dar el último paso hacia mi cama pisé una húmeda plasta que había dejado malo en mi pieza, lo cual fue motivo de risas al día siguiente cuando me autoapodé "Cruela", por las sucesivas demostraciones de confianza de estos animales.
Sven Volvió a Alemania y Ricardo y Malo se irían a vivir con él dentro de dos meses, pero hace dos días, desde una casona cerca de la calle Portugal, Malo salió a explorar la vida y nunca más volvió. Ya no queremos ni otro perro ni otro gato, con nosotros mismos ya nos basta, pero siempre está ese vacío en el depto. Ya sin Malo ni Chavo ni Hello. Esta historia es en memoria de ellos que fueron parte de nuestra familia y en especial en memoria de los gatos a los que les he ganado excesivo respeto.
lunes, agosto 22, 2005
El último abrazo
El auto se detuvo en el centro de Tijuana, rodeado de galpones de donde provenían ensordecedoras cumbias y corridos. Enormes salas de video juegos y oscuros pasillos que conducían a los centros de pool rodeaban la calle principal, por donde caminé perdida en busca del Mercado Rosarito, donde comenzaba la Avenida Popocatepl, en cuyo número 551 me esperaba la persona que había estado en mi mente durante todo ese año, asomándose en mis sueños y protagonizando mis pensamientos cotidianos. No hubo un solo día de ese 2003 sin sus cantos. Sus vuelcos mágicos hacían que un rayo de sol apareciera repentinamente en mi cara en el día más oscuro del invierno, o que repentinamente mi voz empezara a entonar las más tiernas y poéticas melodías a la luna y a la cordillera donde imaginaba nuestra grieta oculta. Sin duda había una comunicación mágica que nos ligaba y los fenómenos de la naturaleza actuaban como emisarios.
Abordé el primer taxi que divisé entre las luces nocturnas y me dirigí a la numeración 551. Luego de caminar una empinada cuesta de tierra, me encontré con una casa blanca tras una pequeña reja del mismo color que tenía el número indicado. La abrí sin titubear y entré preguntado por J.–Pase, ahorita viene-, me dijo amablemente un joven de pelo largo. Observé la amplitud de la sala en que me encontraba, con una gran alfombra verde que hacía las veces de pasto recién cortado, probablemente era el lugar donde se ensayaba. Intentaba controlar mis nervios y olvidarme de las expectativas del encuentro pensando en situaciones superficiales como el calor del viaje, las terribles paradas a comer en esos locales de comida rápida y la historia del conductor chicano quien prácticamente había olvidado su español.
En el oscuro umbral de la puerta y tras un móvil de pequeñas semillas que hacía las veces de cortina, apareció J. Su presencia era tal como la había soñado hasta hace unos segundos atrás, alto de extremidades finas y movimientos destartalados, me miraba con una expresión que ya existía en mi imaginación, una mirada que atravesaba mis ojos para transformar todo en un entorno de magia, como en un mundo de duendes y hadas donde la naturaleza y la cultura encuentran la fusión perfecta. Allí nosotros fuimos los emisarios de ese espacio natural, del universo donde todo era posible, como el improbable hecho de encontrarnos ahí frente a frente abrazándonos en un amoroso encuentro que más allá de nuestra voluntad, sabíamos inevitable.
Le pregunté si tenía una tazita de té que me convidara, pero solo tardé unos segundos en comprender que estaba pidiendo mucho, era un pequeño lujo o excentricidad para las condiciones en que estaban viviendo él y el resto de los músicos, los "Atómicosastrorrumberos" del Yucatán, la banda a la que se había unido él con su jarana y su voz en un encuentro en las playas del pacífico sur. Junto a la banda J había llegado a Tijuana en busca de la oportunidad de grabar el disco en la ciudad de Los Angeles a tan solo unos 300 kilómetros al otro lado de la frontera. Mientras eso no sucediera, la música en las micros y cafés frecuentados por gringos, sería su fuente de trabajo.
Los atómicos eran una suerte de comunidad maya reunida en torno a la música y la convivencia. Los pesos que cada uno ganaba tocando en la calle quedaban en un fondo común a partir del cual se compartían sacos de avena, frijoles, guacamole, churros, techo y la música. De los cinco integrantes J era el único chilango, el resto había nacido y crecido en la península del Yucatán, por lo que en gran parte del vocabulario cotidiano estaban presentes ciertos modismos mayas que luego de una semana comencé a adoptar. Con J pasábamos largas horas contemplándonos y contándonos historias, habían muchos temas por conversar, especialmente sobre la comunicación que mantuvimos durante todo ese año sin necesidad de correo ni teléfono, sino a través de reveladores sueños e historias que surgían desde algún lugar de nuestro inconsciente. Una de esas tardes, J me contó una de las historias que nos ayudaría a comprender ciertas claves sobre los sueños y pensamientos que nos habíamos transmitido.
-La historia que te voy a contar fue el primer cuento que escribí, quiero que la escuches bien porque siento que tiene bastante que ver con nosotros- me dijo J repentinamente una tarde mientras yo colgaba ropa en el patio.
Me senté dedicadamente a su lado y él comenzó.
-Este es un anciano que vivía solo en una vieja casona acompañado únicamente por su perro policial que lo seguía día y noche en la ciudad. También lo acompañaba hasta los bosques del sur cuando el viejo frecuentaba su pequeña cabaña, donde disfrutaba de sus lecturas y del placer de dibujar los recuerdos de su vida en cada uno de sus muros.
En su mansión urbana, en cambio, una casona antigua del S.XVIII, el anciano coleccionaba obras de arte, llegando a tener alrededor de 300 cuadros y esculturas de renombrados artistas, dentro de los cuales, amontonados en una oscura sala, había una pintura muy especial que nunca más olvidé. La pintura representaba la silueta de una mujer, que se dibujaba sutilmente al final de la escena que representa a dos parejas bailando tango y un caballero solo y melancólico fumando un cigarrillo. Cuando entré por primera vez en la casa del anciano, entre un montón de cuadros que éste aún no había colgado encontré uno que no pude dejar de contemplar, pues en su fondo se encontraba esa misteriosa mujer.-J se detuvo un momento para buscar un cigarrillo y tras encenderlo me miró como si esa historia no fuera producto de su imagunación sino un acontecimiento muy especial de su vida y prosiguió-
-Le pregunté al anciano si podía adquirir ese cuadro por un tiempo, que me había fascinado, pero el caballero se negaba diciendo que cada uno de sus cuadros tenía un valor especial para él independiente de si estaban colgados o no. Sentía la necesidad de obtener esa pintura y usando el mismo pretexto de acompañar y conversar con el solitario anciano, comenzé a ir con más frecuencia a su casa con el verdadero fin de contemplar a esa mujer. No me cansaba de preguntarle si podía prestármelo y éste se negaba una y otra vez. Una noche en que extrañaba más que nunca la presencia de esa mujer, decido entrar escondido a la mansión, subir la larga escalera de caracol hacia el altillo, tomar el cuadro, abandonar la casona y arrendar una pequeña pieza en las afueras de la ciudad. De una de esas cuatro reducidas paredes colgué la pintura, y pasaba día y noche observando a la mujer, haciendo fuerza mental para lograr sacarla del cuadro y hacerla aparecer en mi vida. Pasé meses meditando ante el cuadro, olvidando las necesidades básicas de un ser humano, en vigilia simplemente contemplando la belleza de esa misteriosa mujer que ya comenzaba a desdibujarse. No comprendí si era parte de mi delirio o era un hecho que mi mujer del cuadro estuviera desapareciendo -¿para transmutarse a la realidad?-, sentía una pena inmensa al comprender que nunca más podría contemplar al hada de la pintura, pero a su vez sentía gran esperanza al saber por alguna razón oculta, que esta no tardaría en aparecer en mi vida.
Ese mismo día, esperé que llegara la noche para devolverle el cuadro al anciano, tal como lo había obtenido, en silencio sin que nadie lo notara, pues intuía que éste ya no debía estar en sus manos sin esa mujer. Una vez que me deshice de la pintura, la misma mujer comenzó a aparecer clara en mis sueños, con su pelo oscuro y un canto suave que parecía dirigido a sus antepasados; canciones que inspiraban mis composiciones que cada vez se acercaban más al canto de esta mujer, a quien sabiendo su existencia, le entonaba lindos cantos para que donde quiera que estuviera, ésta llegara a su lado.
-¿Y?, ¿cómo termina la historia?-le pregunté algo emocionada, pues por alguna u otra razón la trama me parecía familiar, como si me hubiera invocado a través de ella-.
-Así termina la historia, en que él la busca con sus cantos esperando que algún día ésta apareciera a su lado.
-me responde J-.
-No sé si deba decírtelo -le digo con los ojos brillantes-. -pero siento que esa historia tiene mucho que ver conmigo, como si el final dependiera de nosotros.
-Pero yo la escribí mucho antes de que nos conociéramos, me inspiré en una película llamada "El violín rojo", en que un hombre se obsesiona con un violín, tal como le sucede al personaje de mi historia con el cuadro. -J apaga el cigarro y pone toda su atención en mí-.
-Mira J, hay temas en la historia que se relacionan con mi vida, mi padre es un anciano coleccionista de arte y vive solo con su perro policial. Recuerdo que en su enorme casa donde ha vivido desde su niñez guarda muchísimos cuadros donde hay uno que calza exactamente con las descripciones del cuadro que tú me dices solo que aparece la sombra de mujer recostada, tras esa escena de tango. Aparece en una especie de cartel publicitario aunque solo se ve su espalda desnuda. -Comencé a describir a mi padre, su casa, su perro y sus cuadros con lujo y detalle, y observaba la cara sorprendida de J, que me insistía que esa era exactamente la escena de su cuento-.
Las historias continuaban y esta vez era mi turno, le hablé de un sueño que tuve tiempo atrás donde estábamos juntos viviendo en una azotea, con una pequeña cama y cordeles de ropa colgando. Mientras sorprendido él me contaba que había vivido durante un año en una azotea en el D.F.
La abundancia de coincidencias de las historias en aquellas calurosas tardes de Tijuana, nos llevaron a unirnos mucho más y a sospechar de que había algo extraño en todo esto.
Antes de encontrar al resto de los Atómicosastrorrumberos del Yucatán, las canciones con la voz de J y las cuerdas de la Jarana viajaron por diferentes lugares de México hasta llegar al sur, a una playa del pacífico con concurrencia turística donde conoció a los otros músicos, quienes algunas tardes a la semana, en un pequeño café junto a la playa acompañaban sus temas con ritmos veracruzianos y rumberos.
Una noche de invierno mientras tocaba junto a la banda divisó en la puerta del café a una mujer de la cual no pudo quitar los ojos de encima, tal como la mujer de la historia. Desde la puerta ella lo miraba constantemente y los dos se reconocieron al instante. Pero cuando él terminaba de tocar y la buscaba para hablarle, ella ya había desaparecido. Así pasaron tres noches con ella parada en la puerta, él tocando la jarana y las miradas reconociéndose progresivamente, cada noche otro poco más, pero sin la posibilidad de tocarse ni intercambiar palabras.
La cuarta noche la mujer no desapareció, sino que se quedó en la puerta esperando que terminara la función musical y luego de profundas miradas entre los dos, J bajó del escenario, atinó a pedirle un cigarrillo al oído, la tomó de la mano como si se hubieran conocido de siempre y la llevó a caminar por las callecitas del puerto. Ella apenas pronunciaba palabra y él recordó su historia del cuadro con la muchacha. Hablaron de las estrellas y los sueños, hablaron de arte, de amor y del campo donde los dos habían crecido, se rieron y se abrazaron hasta dormirse juntos en la pequeña azotea de la zapatería del pueblo. Al despertar, ella tenía que seguir camino, entonces se despidieron con un gran abrazo, sabiendo que volverían a encontrarse y J le dio una pequeña mascarita de barro que había moldeado hace algunos días. La figura era una pequeña máscara con rasgos mayas, de pequeños ojos rasgados y boca semiabierta. Ella la tomó entre sus manos y viajó con ella por montañas, ríos y desiertos hasta llegar a la selva del sur, al territorio maya. La selva había envuelto las ruinas, sin embargo éstas se mantenían vivas bajo el suelo que pisaba, 30 kilómetros de ruinas se encontraban bajo sus pies y en ese lugar, apartada de la civilización al poner la mascarita en su oído, sentía a alguien respirar. Por la boca y los poros de la pequeña máscara de barro, se oían leves murmullos y suspiros, así como las conchas de mar remedan el vaivén del océano. La mascarita comenzaba a cobrar vida en ese lugar y ese lejano respirar se asemejaba a la voz que cantaba en el café, pero esta vez parecía un mensaje más antiguo, parecía ser que el barro, las piedras y los árboles cobraran vida cada vez que la llevaba entre sus manos.
Una tarde en un camino selva adentro, el intenso calor tropical la atrajo hacia una posa de agua donde caía una pequeña cascada proveniente de un riachuelo. Ella no tardó en desnudarse y nadar en el agua de cristal y barro, pues todas sus paredes y su fondo parecían ser del mismo material de la pequeña máscara que guardaba celosamente en su puño. Mientras se sumergía una y otra vez en la cascada y tomaba el barro con la otra mano, comenzó a notar que las facciones de su pequeña máscara comenzaban a desaparecer lentamente con el agua. Probablemente la mascarita no estaba cocida y parecía como si ésta quisiera volver al lugar de sus antepasados. De pronto, la máscara ya humedecida comenzó a pasearse por su rostro y su cuerpo, su cara comenzó a teñirse completamente de barro y en sus dos piernas se dibujaron un hombre y una mujer desnudos de alas abiertas. Ella miró a su alrededor buscando algún tipo de señal externa, entonces se abrió levemente la copa de un árbol y dejó caer un rayo de luz en su rostro, luego, a su alrededor, las piedras y raíces tomaron forma humana, las ramas de los árboles parecían pequeños duendes ocultos. Allí ella comprendió que su entorno le estaba hablando, y que el tiempo se había detenido. La naturaleza la estaba llamando, entonces se sentó en silencio a contemplar y supo que ese lugar había estado habitado por humanos que tenían una comunicación directa con su entorno, que siempre habían visto lo que ella estaba viendo a su alrededor. Este lugar le pertenecía y las raíces, piedras y ramas de árboles le suplicaban que se quedara con ellos, que fuera el nexo con el mundo de los humanos.
En ese momento las pequeñas piedras del suelo comenzaron a tomar forma de rostros mayas, así como la máscara cuyas facciones habían sido borradas por el agua. Las piedras la guiaron por el riachuelo hacia arriba, hasta dar con una pequeña posa de agua donde aparecieron monedas, pequeños cántaros, y muchísimas piedras con los rostros de seres que se habían perpetuado en la selva, de los que aún sentía su respirar, tal como la pequeña máscara que J le había entregado esa última tarde en el café. Ella tuvo certeza de que ese era su reino, recogió gran parte de las ruinas y las envolvió en su pañuelo, cada vez que las frotaba y pedía un deseo se le cumplía, así pudo fumar un tabaco que apareció misteriosamente y el sol aparecía a su antojo para cobijarla de la fresca sombra. "Este es mi reino de barro, todo estaba previsto, la máscara me fue enviada para esta misión y J es el único ser humano que conoce este mundo, con él fundaré este reino, el país de barro y nuestros hijos serán los comunicadores de estos árboles, raíces y antepasados con la humanidad."
Se retiró selva adentro y cuando comenzó a oscurecer regresó al campamento con sus ruinas, su máscara de facciones borradas y la fuerza de alguien que ha mantenido un diálogo con la tierra.
Entonces fue cuando en sueños comenzó a ver a J, a viajar junto a él hacia vidas anteriores, hacia su país de barro. El mito sobrepasó a la historia y su vida se transformó en un sueño ancestral que alguien muy antiguo había soñado para ella.
El respiro de la mascarita nunca cesó, entonces fue cuando dos meses después tuvo la necesidad de comunicarse con él, pero esta vez ella se encontraba en el DF. Se reunieron en la plaza del Zócalo, se abrazaron en los enormes bloques de adoquines, en esa tierra que bajo la piedra vibraba de vida y de muerte.
Nos soñamos durante todo ese año, hasta atravesar la frontera de una ciudad triste para hundirme en un solo abrazo, los dos sabíamos de qué se trataba, ambos habíamos estado en el país de barro y abrazábamos el sueño de otro mundo que nos estaba acogiendo paralelamente, un mundo donde inevitablemente éramos amantes.
Después de la historia que me relató J en el patio de Tijuana, ambos recordamos el cuadro y el anciano. Cuando vi por primera vez esa pintura pensé que la silueta de esa mujer era una imagen surrealista de un cuerpo añadido en la escena de baile, pero al mirarlo nuevamente con detención la escena consistía en un club de tango que daba a una avenida donde había un enorme cartel publicitario iluminado donde se dibujaba la mujer. Un cuadro dentro de otro cuadro. Dándole más vueltas al asunto, pensé que el cuento que se le ocurrió a J era de esta misma mujer de espaldas y largos cabellos negros. Se trataba de ese aviso publicitario que comenzaba a desaparecer mientras el joven lo observaba día y noche.
Sin duda había un portal entre esa imagen dentro del cuadro y nosotros dos.
Nuestras manos apretadas aguardaban la frontera, el último pucho mexicano los dos sentados, el abrazo final y una mano policial nos detiene ¡Pasaporte!, entonces ahora sí el último abrazo y no mirar atrás, solo guardarnos en los sueños.
Una semana después de haber llegado a Santiago, fui a visitar a mi padre. Parecía como si esos meses en que no estuve hubieran sido años, pues éste ya no era capaz de levantarse, había envejecido notablemente y su perro lo acompañaba a los pies de su cama, lanzando un pequeño quejido de vez en cuando. Luego de acompañarlo un rato, subí la escalera de caracol y me dirigí hacia el lugar que en la historia de J estaría el cuadro, lo busqué entre las pinturas apiladas y mi corazón comenzó a agitarse rápidamente cuando di con ese cuadro. La escena era la misma, pero la mujer ya no estaba, entonces fui a los pies de la cama de mi padre, le enseñé la pintura y éste me dijo.
-Esa pintura es de mis tiempos, la pintó un viejo amigo mío de apellido Bernales, mexicano por cierto.
-¿Y la mujer? ¿nunca hubo una mujer dibujada tras la escena?
-Ahí nunca hubo una mujer, solo ese cartel publicitario vacío.-aseguró mi padre con un tono algo confuso-
-Está bien, solo creí haber visto una mujer en ese cuadro, solo hace un año atrás, pero debe haber sido producto de mi imaginación.-le dije algo consternada a los pies de su cama-.
Recordé una y otra vez la historia de J, del cuadro que una noche devolvió silenciosamente al anciano ya sin la mujer. Dos tiempos, dos historias que se cruzaron en el tiempo y el espacio; una, producto de la imaginación de J; otra, parte de mi vida.
Dejé el cuadro en su lugar original y comprendí que para que la mujer de la historia volviera a aparecer en el cuadro, J tendría que desaparecer de mis sueños y pensamientos cotidianos, entonces me alegré de ese espacio vacío y pensé que si quisiera olvidarlo, bastaría con encontrar a ese artista Bernales para que volviera sobre su tela a poblar ese espacio vacío con otra mujer, pero Bernales estaba muerto y ya no había vuelta atrás en este sueño.
Abordé el primer taxi que divisé entre las luces nocturnas y me dirigí a la numeración 551. Luego de caminar una empinada cuesta de tierra, me encontré con una casa blanca tras una pequeña reja del mismo color que tenía el número indicado. La abrí sin titubear y entré preguntado por J.–Pase, ahorita viene-, me dijo amablemente un joven de pelo largo. Observé la amplitud de la sala en que me encontraba, con una gran alfombra verde que hacía las veces de pasto recién cortado, probablemente era el lugar donde se ensayaba. Intentaba controlar mis nervios y olvidarme de las expectativas del encuentro pensando en situaciones superficiales como el calor del viaje, las terribles paradas a comer en esos locales de comida rápida y la historia del conductor chicano quien prácticamente había olvidado su español.
En el oscuro umbral de la puerta y tras un móvil de pequeñas semillas que hacía las veces de cortina, apareció J. Su presencia era tal como la había soñado hasta hace unos segundos atrás, alto de extremidades finas y movimientos destartalados, me miraba con una expresión que ya existía en mi imaginación, una mirada que atravesaba mis ojos para transformar todo en un entorno de magia, como en un mundo de duendes y hadas donde la naturaleza y la cultura encuentran la fusión perfecta. Allí nosotros fuimos los emisarios de ese espacio natural, del universo donde todo era posible, como el improbable hecho de encontrarnos ahí frente a frente abrazándonos en un amoroso encuentro que más allá de nuestra voluntad, sabíamos inevitable.
Le pregunté si tenía una tazita de té que me convidara, pero solo tardé unos segundos en comprender que estaba pidiendo mucho, era un pequeño lujo o excentricidad para las condiciones en que estaban viviendo él y el resto de los músicos, los "Atómicosastrorrumberos" del Yucatán, la banda a la que se había unido él con su jarana y su voz en un encuentro en las playas del pacífico sur. Junto a la banda J había llegado a Tijuana en busca de la oportunidad de grabar el disco en la ciudad de Los Angeles a tan solo unos 300 kilómetros al otro lado de la frontera. Mientras eso no sucediera, la música en las micros y cafés frecuentados por gringos, sería su fuente de trabajo.
Los atómicos eran una suerte de comunidad maya reunida en torno a la música y la convivencia. Los pesos que cada uno ganaba tocando en la calle quedaban en un fondo común a partir del cual se compartían sacos de avena, frijoles, guacamole, churros, techo y la música. De los cinco integrantes J era el único chilango, el resto había nacido y crecido en la península del Yucatán, por lo que en gran parte del vocabulario cotidiano estaban presentes ciertos modismos mayas que luego de una semana comencé a adoptar. Con J pasábamos largas horas contemplándonos y contándonos historias, habían muchos temas por conversar, especialmente sobre la comunicación que mantuvimos durante todo ese año sin necesidad de correo ni teléfono, sino a través de reveladores sueños e historias que surgían desde algún lugar de nuestro inconsciente. Una de esas tardes, J me contó una de las historias que nos ayudaría a comprender ciertas claves sobre los sueños y pensamientos que nos habíamos transmitido.
-La historia que te voy a contar fue el primer cuento que escribí, quiero que la escuches bien porque siento que tiene bastante que ver con nosotros- me dijo J repentinamente una tarde mientras yo colgaba ropa en el patio.
Me senté dedicadamente a su lado y él comenzó.
-Este es un anciano que vivía solo en una vieja casona acompañado únicamente por su perro policial que lo seguía día y noche en la ciudad. También lo acompañaba hasta los bosques del sur cuando el viejo frecuentaba su pequeña cabaña, donde disfrutaba de sus lecturas y del placer de dibujar los recuerdos de su vida en cada uno de sus muros.
En su mansión urbana, en cambio, una casona antigua del S.XVIII, el anciano coleccionaba obras de arte, llegando a tener alrededor de 300 cuadros y esculturas de renombrados artistas, dentro de los cuales, amontonados en una oscura sala, había una pintura muy especial que nunca más olvidé. La pintura representaba la silueta de una mujer, que se dibujaba sutilmente al final de la escena que representa a dos parejas bailando tango y un caballero solo y melancólico fumando un cigarrillo. Cuando entré por primera vez en la casa del anciano, entre un montón de cuadros que éste aún no había colgado encontré uno que no pude dejar de contemplar, pues en su fondo se encontraba esa misteriosa mujer.-J se detuvo un momento para buscar un cigarrillo y tras encenderlo me miró como si esa historia no fuera producto de su imagunación sino un acontecimiento muy especial de su vida y prosiguió-
-Le pregunté al anciano si podía adquirir ese cuadro por un tiempo, que me había fascinado, pero el caballero se negaba diciendo que cada uno de sus cuadros tenía un valor especial para él independiente de si estaban colgados o no. Sentía la necesidad de obtener esa pintura y usando el mismo pretexto de acompañar y conversar con el solitario anciano, comenzé a ir con más frecuencia a su casa con el verdadero fin de contemplar a esa mujer. No me cansaba de preguntarle si podía prestármelo y éste se negaba una y otra vez. Una noche en que extrañaba más que nunca la presencia de esa mujer, decido entrar escondido a la mansión, subir la larga escalera de caracol hacia el altillo, tomar el cuadro, abandonar la casona y arrendar una pequeña pieza en las afueras de la ciudad. De una de esas cuatro reducidas paredes colgué la pintura, y pasaba día y noche observando a la mujer, haciendo fuerza mental para lograr sacarla del cuadro y hacerla aparecer en mi vida. Pasé meses meditando ante el cuadro, olvidando las necesidades básicas de un ser humano, en vigilia simplemente contemplando la belleza de esa misteriosa mujer que ya comenzaba a desdibujarse. No comprendí si era parte de mi delirio o era un hecho que mi mujer del cuadro estuviera desapareciendo -¿para transmutarse a la realidad?-, sentía una pena inmensa al comprender que nunca más podría contemplar al hada de la pintura, pero a su vez sentía gran esperanza al saber por alguna razón oculta, que esta no tardaría en aparecer en mi vida.
Ese mismo día, esperé que llegara la noche para devolverle el cuadro al anciano, tal como lo había obtenido, en silencio sin que nadie lo notara, pues intuía que éste ya no debía estar en sus manos sin esa mujer. Una vez que me deshice de la pintura, la misma mujer comenzó a aparecer clara en mis sueños, con su pelo oscuro y un canto suave que parecía dirigido a sus antepasados; canciones que inspiraban mis composiciones que cada vez se acercaban más al canto de esta mujer, a quien sabiendo su existencia, le entonaba lindos cantos para que donde quiera que estuviera, ésta llegara a su lado.
-¿Y?, ¿cómo termina la historia?-le pregunté algo emocionada, pues por alguna u otra razón la trama me parecía familiar, como si me hubiera invocado a través de ella-.
-Así termina la historia, en que él la busca con sus cantos esperando que algún día ésta apareciera a su lado.
-me responde J-.
-No sé si deba decírtelo -le digo con los ojos brillantes-. -pero siento que esa historia tiene mucho que ver conmigo, como si el final dependiera de nosotros.
-Pero yo la escribí mucho antes de que nos conociéramos, me inspiré en una película llamada "El violín rojo", en que un hombre se obsesiona con un violín, tal como le sucede al personaje de mi historia con el cuadro. -J apaga el cigarro y pone toda su atención en mí-.
-Mira J, hay temas en la historia que se relacionan con mi vida, mi padre es un anciano coleccionista de arte y vive solo con su perro policial. Recuerdo que en su enorme casa donde ha vivido desde su niñez guarda muchísimos cuadros donde hay uno que calza exactamente con las descripciones del cuadro que tú me dices solo que aparece la sombra de mujer recostada, tras esa escena de tango. Aparece en una especie de cartel publicitario aunque solo se ve su espalda desnuda. -Comencé a describir a mi padre, su casa, su perro y sus cuadros con lujo y detalle, y observaba la cara sorprendida de J, que me insistía que esa era exactamente la escena de su cuento-.
Las historias continuaban y esta vez era mi turno, le hablé de un sueño que tuve tiempo atrás donde estábamos juntos viviendo en una azotea, con una pequeña cama y cordeles de ropa colgando. Mientras sorprendido él me contaba que había vivido durante un año en una azotea en el D.F.
La abundancia de coincidencias de las historias en aquellas calurosas tardes de Tijuana, nos llevaron a unirnos mucho más y a sospechar de que había algo extraño en todo esto.
Antes de encontrar al resto de los Atómicosastrorrumberos del Yucatán, las canciones con la voz de J y las cuerdas de la Jarana viajaron por diferentes lugares de México hasta llegar al sur, a una playa del pacífico con concurrencia turística donde conoció a los otros músicos, quienes algunas tardes a la semana, en un pequeño café junto a la playa acompañaban sus temas con ritmos veracruzianos y rumberos.
Una noche de invierno mientras tocaba junto a la banda divisó en la puerta del café a una mujer de la cual no pudo quitar los ojos de encima, tal como la mujer de la historia. Desde la puerta ella lo miraba constantemente y los dos se reconocieron al instante. Pero cuando él terminaba de tocar y la buscaba para hablarle, ella ya había desaparecido. Así pasaron tres noches con ella parada en la puerta, él tocando la jarana y las miradas reconociéndose progresivamente, cada noche otro poco más, pero sin la posibilidad de tocarse ni intercambiar palabras.
La cuarta noche la mujer no desapareció, sino que se quedó en la puerta esperando que terminara la función musical y luego de profundas miradas entre los dos, J bajó del escenario, atinó a pedirle un cigarrillo al oído, la tomó de la mano como si se hubieran conocido de siempre y la llevó a caminar por las callecitas del puerto. Ella apenas pronunciaba palabra y él recordó su historia del cuadro con la muchacha. Hablaron de las estrellas y los sueños, hablaron de arte, de amor y del campo donde los dos habían crecido, se rieron y se abrazaron hasta dormirse juntos en la pequeña azotea de la zapatería del pueblo. Al despertar, ella tenía que seguir camino, entonces se despidieron con un gran abrazo, sabiendo que volverían a encontrarse y J le dio una pequeña mascarita de barro que había moldeado hace algunos días. La figura era una pequeña máscara con rasgos mayas, de pequeños ojos rasgados y boca semiabierta. Ella la tomó entre sus manos y viajó con ella por montañas, ríos y desiertos hasta llegar a la selva del sur, al territorio maya. La selva había envuelto las ruinas, sin embargo éstas se mantenían vivas bajo el suelo que pisaba, 30 kilómetros de ruinas se encontraban bajo sus pies y en ese lugar, apartada de la civilización al poner la mascarita en su oído, sentía a alguien respirar. Por la boca y los poros de la pequeña máscara de barro, se oían leves murmullos y suspiros, así como las conchas de mar remedan el vaivén del océano. La mascarita comenzaba a cobrar vida en ese lugar y ese lejano respirar se asemejaba a la voz que cantaba en el café, pero esta vez parecía un mensaje más antiguo, parecía ser que el barro, las piedras y los árboles cobraran vida cada vez que la llevaba entre sus manos.
Una tarde en un camino selva adentro, el intenso calor tropical la atrajo hacia una posa de agua donde caía una pequeña cascada proveniente de un riachuelo. Ella no tardó en desnudarse y nadar en el agua de cristal y barro, pues todas sus paredes y su fondo parecían ser del mismo material de la pequeña máscara que guardaba celosamente en su puño. Mientras se sumergía una y otra vez en la cascada y tomaba el barro con la otra mano, comenzó a notar que las facciones de su pequeña máscara comenzaban a desaparecer lentamente con el agua. Probablemente la mascarita no estaba cocida y parecía como si ésta quisiera volver al lugar de sus antepasados. De pronto, la máscara ya humedecida comenzó a pasearse por su rostro y su cuerpo, su cara comenzó a teñirse completamente de barro y en sus dos piernas se dibujaron un hombre y una mujer desnudos de alas abiertas. Ella miró a su alrededor buscando algún tipo de señal externa, entonces se abrió levemente la copa de un árbol y dejó caer un rayo de luz en su rostro, luego, a su alrededor, las piedras y raíces tomaron forma humana, las ramas de los árboles parecían pequeños duendes ocultos. Allí ella comprendió que su entorno le estaba hablando, y que el tiempo se había detenido. La naturaleza la estaba llamando, entonces se sentó en silencio a contemplar y supo que ese lugar había estado habitado por humanos que tenían una comunicación directa con su entorno, que siempre habían visto lo que ella estaba viendo a su alrededor. Este lugar le pertenecía y las raíces, piedras y ramas de árboles le suplicaban que se quedara con ellos, que fuera el nexo con el mundo de los humanos.
En ese momento las pequeñas piedras del suelo comenzaron a tomar forma de rostros mayas, así como la máscara cuyas facciones habían sido borradas por el agua. Las piedras la guiaron por el riachuelo hacia arriba, hasta dar con una pequeña posa de agua donde aparecieron monedas, pequeños cántaros, y muchísimas piedras con los rostros de seres que se habían perpetuado en la selva, de los que aún sentía su respirar, tal como la pequeña máscara que J le había entregado esa última tarde en el café. Ella tuvo certeza de que ese era su reino, recogió gran parte de las ruinas y las envolvió en su pañuelo, cada vez que las frotaba y pedía un deseo se le cumplía, así pudo fumar un tabaco que apareció misteriosamente y el sol aparecía a su antojo para cobijarla de la fresca sombra. "Este es mi reino de barro, todo estaba previsto, la máscara me fue enviada para esta misión y J es el único ser humano que conoce este mundo, con él fundaré este reino, el país de barro y nuestros hijos serán los comunicadores de estos árboles, raíces y antepasados con la humanidad."
Se retiró selva adentro y cuando comenzó a oscurecer regresó al campamento con sus ruinas, su máscara de facciones borradas y la fuerza de alguien que ha mantenido un diálogo con la tierra.
Entonces fue cuando en sueños comenzó a ver a J, a viajar junto a él hacia vidas anteriores, hacia su país de barro. El mito sobrepasó a la historia y su vida se transformó en un sueño ancestral que alguien muy antiguo había soñado para ella.
El respiro de la mascarita nunca cesó, entonces fue cuando dos meses después tuvo la necesidad de comunicarse con él, pero esta vez ella se encontraba en el DF. Se reunieron en la plaza del Zócalo, se abrazaron en los enormes bloques de adoquines, en esa tierra que bajo la piedra vibraba de vida y de muerte.
Nos soñamos durante todo ese año, hasta atravesar la frontera de una ciudad triste para hundirme en un solo abrazo, los dos sabíamos de qué se trataba, ambos habíamos estado en el país de barro y abrazábamos el sueño de otro mundo que nos estaba acogiendo paralelamente, un mundo donde inevitablemente éramos amantes.
Después de la historia que me relató J en el patio de Tijuana, ambos recordamos el cuadro y el anciano. Cuando vi por primera vez esa pintura pensé que la silueta de esa mujer era una imagen surrealista de un cuerpo añadido en la escena de baile, pero al mirarlo nuevamente con detención la escena consistía en un club de tango que daba a una avenida donde había un enorme cartel publicitario iluminado donde se dibujaba la mujer. Un cuadro dentro de otro cuadro. Dándole más vueltas al asunto, pensé que el cuento que se le ocurrió a J era de esta misma mujer de espaldas y largos cabellos negros. Se trataba de ese aviso publicitario que comenzaba a desaparecer mientras el joven lo observaba día y noche.
Sin duda había un portal entre esa imagen dentro del cuadro y nosotros dos.
Nuestras manos apretadas aguardaban la frontera, el último pucho mexicano los dos sentados, el abrazo final y una mano policial nos detiene ¡Pasaporte!, entonces ahora sí el último abrazo y no mirar atrás, solo guardarnos en los sueños.
Una semana después de haber llegado a Santiago, fui a visitar a mi padre. Parecía como si esos meses en que no estuve hubieran sido años, pues éste ya no era capaz de levantarse, había envejecido notablemente y su perro lo acompañaba a los pies de su cama, lanzando un pequeño quejido de vez en cuando. Luego de acompañarlo un rato, subí la escalera de caracol y me dirigí hacia el lugar que en la historia de J estaría el cuadro, lo busqué entre las pinturas apiladas y mi corazón comenzó a agitarse rápidamente cuando di con ese cuadro. La escena era la misma, pero la mujer ya no estaba, entonces fui a los pies de la cama de mi padre, le enseñé la pintura y éste me dijo.
-Esa pintura es de mis tiempos, la pintó un viejo amigo mío de apellido Bernales, mexicano por cierto.
-¿Y la mujer? ¿nunca hubo una mujer dibujada tras la escena?
-Ahí nunca hubo una mujer, solo ese cartel publicitario vacío.-aseguró mi padre con un tono algo confuso-
-Está bien, solo creí haber visto una mujer en ese cuadro, solo hace un año atrás, pero debe haber sido producto de mi imaginación.-le dije algo consternada a los pies de su cama-.
Recordé una y otra vez la historia de J, del cuadro que una noche devolvió silenciosamente al anciano ya sin la mujer. Dos tiempos, dos historias que se cruzaron en el tiempo y el espacio; una, producto de la imaginación de J; otra, parte de mi vida.
Dejé el cuadro en su lugar original y comprendí que para que la mujer de la historia volviera a aparecer en el cuadro, J tendría que desaparecer de mis sueños y pensamientos cotidianos, entonces me alegré de ese espacio vacío y pensé que si quisiera olvidarlo, bastaría con encontrar a ese artista Bernales para que volviera sobre su tela a poblar ese espacio vacío con otra mujer, pero Bernales estaba muerto y ya no había vuelta atrás en este sueño.
miércoles, agosto 03, 2005
tren al sur
Miré detenidamente el closet de Ema; desde las playas brasileras me había autorizado a tomar la prenda que necesitara para el matrimonio al que estaba invitada esa noche después de las 12. Luego de urguetear entre ponchos, poleras y chaquetas, encuentro un vestido de algodón negro con capucha que me probé y arreglándolo con un cinturón quedó perfecto para la ocasión, me puse los zapatos de taco y partí.
Caminé cuatro esforzadas cuadras con los zapatos de señorita y tomé la micro, el destino era la calle del' orto, que según me habían mencionado, quedaba una cuadra antes del estadio italiano, pero la persona que me lo indicó se encontraba en un punto alto de la ciudad. Según mi brújula interior o ciertos atisbos de intuición errada, me bajé frente al estadio y caminé una larga cuadra en el sentido contrario, acomodándome los zapatos de tanto en tanto hasta divisar sin alcanzar a leer, que el nombre indicado en el cartel de la calle siguiente -la que debiera haber sido del' orto- era demasiado largo para ser del' orto, entonces me di cuenta de que estaba perdida.
Paré decididamente al primer auto que se detuvo en la avenida. Desde el auto moderno, cítrico, del año, se baja el vidrio automático y pregunto al conductor de aspecto galanesco por la calle del' orto.
-¿La cashe del' orto? mirá, tenés que caminar en sentido contrario, dos cuadras más abajo, esta la cashe del' orto- me dijo el tipo con una preocupación y deferencia que me extrañaron en esta ciudad, bueno, pero el tipo era argentino y dicen que allá les encanta explicar las calles y ubicaciones a los transeuntes perdidos; pero qué placer sentí al oír la palabra "del' orto" con todo el acento y el énfasis argentino. Caminé repitiéndome con el mismo acento "Sos como el Orto" "Orto, Del' orto", con esa primera 'o' pronuciada bien abierta casi como una 'a'.
Mis pies ya estaban resentidos por todas las cuadras de recorrido, hasta que finalmente di con la calle y con el lugar del evento. Leí el cartel de los novios Juan José y Viviana y me dirigí a la fiesta con los pies en la mano. Un enorme invernadero de cristal con techos altos y muy amplio albergaba a cientos de personas desconocidas para mí que comían y conversaban mesuradamente. Me paré a observar esta escena y al ver que no conocía a nadie me dirigí a la barra y pedí un vodka tónica, pensé que el vodka adormecería mis pies. Estaba tragando vodka un poco ansiosa cuando me encuentro con Loreto que seguramente ya se había tomado sus buenas piscolas. Con sus mejillas asorochadas y su conversar verborreico, me condujo a la mesa de los amigos. Ahí estuve sentada hablando de lado a lado y parándome de vez en cuando a rellenar mi vaso de vodka, para adormecer mis pies, lo cual fue efectivo porque una hora después estaba bailando hasta con la nariz y los bigotes del cotillón.
Cuando bailaba un conocido tema de la Rafaela Carrá, recordé mi viaje al sur y decidí irme para alcanzar a pescar la micro y levantarme temprano para tomar el tren de las 11:30. Había soñado con ese viaje toda la semana, salir de la ciudad y verme sentada en un tren, soñando por la ventana entre los potreros verdes y los ríos caudalosos del invierno, es solo respirar y que el aire te llene por dentro; estar en un constante presente. Tenía nostalgia de estar así, era un asunto de vida o muerte partir lo antes posible al sur aunque fuera por pocos días. Estaba contenta por ese viaje, pensar en él me daba una fuerte sensación de alivio.
Salí de la fiesta a la calle, con la mente medio nublada por tanto vodka y justo pasó la micro, debe haber sido la última micro o mejor dicho la primera del día porque ya era de madrugada. Me bajé en la Alameda y corrí diez cuadras hasta la casa con los zapatos en la mano, corrí rápido y ansiosa queriendo llegar lo antes posible en uno de esos ataques de energía que me vienen comunmente a esas alturas. El trayecto no lo recuerdo con detalle, solo como dije antes, corría a pata pelada por la calle dando saltos para no enterrarme ni un objeto extraño de la vereda.
Tengo dudas sobre cómo entré a la casa, pero como si hubieran pasado unos pocos minutos desperté de pronto, sin el teléfono que había programado para que sonara a las 10 y al mirar la hora entré en shock al percatarme que faltaban solo 15 minutos para que saliera el tren. Ni lo pensé, tomé mi mochila, me puse los pantalones y salí corriendo como loca. Corrí hasta el metro Bellas Artes y cuando hice el cambio de línea en Baquedano vi la hora y faltaban solo 3 minutos para que saliera el tren. Suena mi teléfono, es mi hermana gritándome -¡Huevona, dónde estás!!, ¡tienes mi pasaje, el tren ya llegó! ¡apúrate, no puedo creer que te hayas quedado dormida, descarada! -
Llegó el metro, faltaban seis estaciones para llegar a la Estación Central y quedaban solo tres minutos para que saliera el tren, entonces di todo por perdido y empecé a devolverme muy apenada, con la taquicardia propia de alguien que se agita demasiado en una mañana encañada. Mi teléfono suena denuevo, es la mane -¡Dónde estás!- -¿devolviéndote?, ¿eres huevona tú? ¡si el tren no va a partir todavía, lo están cargando! ¡vente!- y ya sin voluntad propia, corrí de vuelta al metro y me subí en dirección a la Estación Central, con mi pie golpeando constantemente contra el suelo, impaciente y cada estación eterna y las puertas tardaban largos minutos en cerrarse.
De pronto llego a la Estación, corro desbocada al tren, ya no me queda aire y al llegar al andén, el guardia me informa que el tren acababa de partir. Entonces me tiro al suelo rendida, ya no hay tren, se derrumbó el sueño de aire puro y campo, mis ojos se quebran de pena y cansancio y decido tratar de que al menos me den otro pasaje para tomar el tren de las 1 y media. -Eso es imposible-, me dice el tipo de atención al cliente, le puedo dar un pasaje por cuatro mil, pero gratis no. Le supliqué y no hubo caso, entonces me devolví.
En el metro de vuelta a la casa, meto la mano en la mochila y me doy cuenta que dejé las llaves adentro y que el teléfono quedó tirado mientras corría. Ahí me sentí cansada, desdichada y estúpida, entonces solté algunas lágrimas de impotencia y luego lloré en voz alta, escondida en el rincón del vagón sollozando y lamentándome, esperando que Guido todavía estuviera en la casa para que me abriera y me consolara.
Afuera del departamento empiezo a gritarle a Guido y a tocar el timbre una y otra vez, pero nada, no hay respuesta, entonces me tomo la cabeza llorando y derrepente se abre la reja, subo las escaleras, Guido me espera, lo abrazo y lloro varios minutos en su hombro, sin decir palabras, de pronto una que otra carcajada nerviosa. Y después de unas horas abro mi mochila y me encuentro con los pasajes intactos, y me digo, en fin, hay algo que me mantiene atada a esta ciudad y Guido me dice -ohh!! podría pintar algo arriba de esos pasajes ¿a ver?- Entonces hicimos una pizza y pasé un melancólico día gris, imaginándome los mas lindos paisajes sureños y mirando los árboles con nostalgia, queriendo abrazarlos, amando cada partícula de naturaleza en la ciudad. Ya es tarde, la virgen del San Cristóbal brilla por mi ventana y me entra un airecito de mi niñez.
Caminé cuatro esforzadas cuadras con los zapatos de señorita y tomé la micro, el destino era la calle del' orto, que según me habían mencionado, quedaba una cuadra antes del estadio italiano, pero la persona que me lo indicó se encontraba en un punto alto de la ciudad. Según mi brújula interior o ciertos atisbos de intuición errada, me bajé frente al estadio y caminé una larga cuadra en el sentido contrario, acomodándome los zapatos de tanto en tanto hasta divisar sin alcanzar a leer, que el nombre indicado en el cartel de la calle siguiente -la que debiera haber sido del' orto- era demasiado largo para ser del' orto, entonces me di cuenta de que estaba perdida.
Paré decididamente al primer auto que se detuvo en la avenida. Desde el auto moderno, cítrico, del año, se baja el vidrio automático y pregunto al conductor de aspecto galanesco por la calle del' orto.
-¿La cashe del' orto? mirá, tenés que caminar en sentido contrario, dos cuadras más abajo, esta la cashe del' orto- me dijo el tipo con una preocupación y deferencia que me extrañaron en esta ciudad, bueno, pero el tipo era argentino y dicen que allá les encanta explicar las calles y ubicaciones a los transeuntes perdidos; pero qué placer sentí al oír la palabra "del' orto" con todo el acento y el énfasis argentino. Caminé repitiéndome con el mismo acento "Sos como el Orto" "Orto, Del' orto", con esa primera 'o' pronuciada bien abierta casi como una 'a'.
Mis pies ya estaban resentidos por todas las cuadras de recorrido, hasta que finalmente di con la calle y con el lugar del evento. Leí el cartel de los novios Juan José y Viviana y me dirigí a la fiesta con los pies en la mano. Un enorme invernadero de cristal con techos altos y muy amplio albergaba a cientos de personas desconocidas para mí que comían y conversaban mesuradamente. Me paré a observar esta escena y al ver que no conocía a nadie me dirigí a la barra y pedí un vodka tónica, pensé que el vodka adormecería mis pies. Estaba tragando vodka un poco ansiosa cuando me encuentro con Loreto que seguramente ya se había tomado sus buenas piscolas. Con sus mejillas asorochadas y su conversar verborreico, me condujo a la mesa de los amigos. Ahí estuve sentada hablando de lado a lado y parándome de vez en cuando a rellenar mi vaso de vodka, para adormecer mis pies, lo cual fue efectivo porque una hora después estaba bailando hasta con la nariz y los bigotes del cotillón.
Cuando bailaba un conocido tema de la Rafaela Carrá, recordé mi viaje al sur y decidí irme para alcanzar a pescar la micro y levantarme temprano para tomar el tren de las 11:30. Había soñado con ese viaje toda la semana, salir de la ciudad y verme sentada en un tren, soñando por la ventana entre los potreros verdes y los ríos caudalosos del invierno, es solo respirar y que el aire te llene por dentro; estar en un constante presente. Tenía nostalgia de estar así, era un asunto de vida o muerte partir lo antes posible al sur aunque fuera por pocos días. Estaba contenta por ese viaje, pensar en él me daba una fuerte sensación de alivio.
Salí de la fiesta a la calle, con la mente medio nublada por tanto vodka y justo pasó la micro, debe haber sido la última micro o mejor dicho la primera del día porque ya era de madrugada. Me bajé en la Alameda y corrí diez cuadras hasta la casa con los zapatos en la mano, corrí rápido y ansiosa queriendo llegar lo antes posible en uno de esos ataques de energía que me vienen comunmente a esas alturas. El trayecto no lo recuerdo con detalle, solo como dije antes, corría a pata pelada por la calle dando saltos para no enterrarme ni un objeto extraño de la vereda.
Tengo dudas sobre cómo entré a la casa, pero como si hubieran pasado unos pocos minutos desperté de pronto, sin el teléfono que había programado para que sonara a las 10 y al mirar la hora entré en shock al percatarme que faltaban solo 15 minutos para que saliera el tren. Ni lo pensé, tomé mi mochila, me puse los pantalones y salí corriendo como loca. Corrí hasta el metro Bellas Artes y cuando hice el cambio de línea en Baquedano vi la hora y faltaban solo 3 minutos para que saliera el tren. Suena mi teléfono, es mi hermana gritándome -¡Huevona, dónde estás!!, ¡tienes mi pasaje, el tren ya llegó! ¡apúrate, no puedo creer que te hayas quedado dormida, descarada! -
Llegó el metro, faltaban seis estaciones para llegar a la Estación Central y quedaban solo tres minutos para que saliera el tren, entonces di todo por perdido y empecé a devolverme muy apenada, con la taquicardia propia de alguien que se agita demasiado en una mañana encañada. Mi teléfono suena denuevo, es la mane -¡Dónde estás!- -¿devolviéndote?, ¿eres huevona tú? ¡si el tren no va a partir todavía, lo están cargando! ¡vente!- y ya sin voluntad propia, corrí de vuelta al metro y me subí en dirección a la Estación Central, con mi pie golpeando constantemente contra el suelo, impaciente y cada estación eterna y las puertas tardaban largos minutos en cerrarse.
De pronto llego a la Estación, corro desbocada al tren, ya no me queda aire y al llegar al andén, el guardia me informa que el tren acababa de partir. Entonces me tiro al suelo rendida, ya no hay tren, se derrumbó el sueño de aire puro y campo, mis ojos se quebran de pena y cansancio y decido tratar de que al menos me den otro pasaje para tomar el tren de las 1 y media. -Eso es imposible-, me dice el tipo de atención al cliente, le puedo dar un pasaje por cuatro mil, pero gratis no. Le supliqué y no hubo caso, entonces me devolví.
En el metro de vuelta a la casa, meto la mano en la mochila y me doy cuenta que dejé las llaves adentro y que el teléfono quedó tirado mientras corría. Ahí me sentí cansada, desdichada y estúpida, entonces solté algunas lágrimas de impotencia y luego lloré en voz alta, escondida en el rincón del vagón sollozando y lamentándome, esperando que Guido todavía estuviera en la casa para que me abriera y me consolara.
Afuera del departamento empiezo a gritarle a Guido y a tocar el timbre una y otra vez, pero nada, no hay respuesta, entonces me tomo la cabeza llorando y derrepente se abre la reja, subo las escaleras, Guido me espera, lo abrazo y lloro varios minutos en su hombro, sin decir palabras, de pronto una que otra carcajada nerviosa. Y después de unas horas abro mi mochila y me encuentro con los pasajes intactos, y me digo, en fin, hay algo que me mantiene atada a esta ciudad y Guido me dice -ohh!! podría pintar algo arriba de esos pasajes ¿a ver?- Entonces hicimos una pizza y pasé un melancólico día gris, imaginándome los mas lindos paisajes sureños y mirando los árboles con nostalgia, queriendo abrazarlos, amando cada partícula de naturaleza en la ciudad. Ya es tarde, la virgen del San Cristóbal brilla por mi ventana y me entra un airecito de mi niñez.
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