martes, junio 06, 2006
imagen
Primer plano a un pescado flotando en el mar, dejándose llevar por las olas. La cámara se aleja y da a un plano general donde se aprecia que éste se encuentra en medio del océano. Está amaneciendo, y la luz de la mañana reflecta un intenso brillo desde sus escamas. Silencio. La cámara recorre el mar rápidamente –sensación de varios kilómetros recorridos- hasta llegar a un muelle de madera, medio podrido, allí, en una misma secuencia, aparece un primer plano de unos pies curtidos y viejos en unas chanclas. La cámara comienza a subir y empieza a aparecer el cuerpo de un hombre viejo, plano americano. Atrás se aprecia un par de botes de pescador. El viejo fuma mirando el mar. Primer plano, ojos envejecidos. Sus ojos se emocionan cuando a lo lejos (y ahora un plano general del rostro del viejo y el horizonte) se ve un ínfimo reflejo de luz que viene del mar.
viernes, junio 02, 2006
Viaje al fondo del mar
Guarda el costal de harina bajo su litera de madera, apaga el fuego y sale al muelle a fumar, en espera del barco que hace treinta días encalló por última vez en la isla. En Tortel, además de carnearse animales, de extraerse hierbas y cortezas de los árboles, se cortan los cipreses completos para a cambio de unos pesos, venderlos mensualmente al barco que viaja desde Punta Arenas hacia otras ciudades del norte. De las faenas rurales y de aquello de los postes viven los 400 habitantes de la isla y entre ellos Marcelo Nahuel.
Quitado de bulla, con su boina gaucha que oculta una navaja, Nahuel fuma bajo una de las pasarelas de madera con la mirada detenida en un punto del río Baker, aquél que lo llevará lejos de su pueblo -según piensa-, la isla donde se ha ganado cierto respeto y fama, más por su silencio y su carácter de piedra que por su talento poético volcado en ese cuaderno que intenta llenar de palabras, que desde su adolescencia emergen de la soledad y la lluvia.
La fama de Nahuel se había extendido a los poblados más cercanos y ya casi no llegaban extraños a la isla. Esta había cambiado su imagen fantasmagórica y misteriosa, por la de un lugar salvaje y solitario, que se expresa cuando cae el sol, y emergen las navajas, los corridos, el alcohol y las piernas abultadas de las escasas putas que aún no han dejado el territorio. Por las mañanas, en cambio, los mismos hombre embarcan en sus lanchones para ir a labrar los campos, pastorear cabras y en ocasiones especiales, carnear algún novillo.
Nahuel fuma esperando el barco que se acerca por el sur. Pero esta vez no subirá los postes de Ciprés acumulados a la orilla del muelle, sino que piensa viajar con ellos hasta pisar tierra firme y luego desplazarse hacia la Capital. Sin duda pasará inadvertido entre esos tonélicos pedazos de madera.Dónde llegará a quedarse, él mismo no lo sabe. Pero de seguro, como escuchó alguna vez en la radio del bar y como es lógico, tendrá que llegar a la Plaza de Armas; el punto donde convergen los brazos de la ciudad, para desde allí buscarse la vida. Cargó el primer poste, simulando ser uno más de los suyos, y luego esperó, escondido tras una choza húmeda, el grito para zarpar. Durante ese último pucho, pensó en sus brazos y en la leña que había dejado cortada. Pensó en esa lluvia, ¡tan suya! Y en las rebuscadas pasarelas de madera, que alejan los pies de su pueblo de ese bosque pantanoso.
Primero llegó al poblado de Cochrane y luego se desplazó por tierra, cruzando por las tierras transandinas hasta Osorno y de allí a Santiago. El viaje tardó tres días entre aventones de lanchas y camionadas de ganado que suelen desplazarse de ciudad en ciudad. Antes de morir, Nahuel quería conocer la ciudad, no porque admirara ese estilo de vida que ya parecía conocer a través de la señal de radio que a veces llegaba de Punta Arenas. Para él, lo único necesario para sobrevivir eran sus propias manos y su mente astuta. El resto, pretensiones de lo que en su radio llaman “el hombre civilizado”.
Sin caer en contradicciones, Nahuel se había desplazado a la ciudad precisamente para probar qué tan importantes eran sus manos y cabeza -donde él localizaba las virtudes de él y su gente- en un lugar donde habitaba la disconformidad y la predisposición de lo bueno y malo, de lo bonito y lo feo y de la alienante –y exótica para él- necesidad por “ese pedazo de papel que llaman dinero”, esa incomprensible panacea.
El camión lo deja en la panamericana y al abordar la primera micro camina por el pasillo hasta el asiento trasero. El conductor le hace una seña por el retrovisor. Nahuel mira ventana afuera. El conductor lo llama con el seño fruncido. Nahuel voltea y lo mira. El conductor lo vuelve a llamar, esta vez con un grito–¡Tu boleto!! ¡O lo pagai o te bajai conchetumadre!Nahuel no le responde. El conductor detiene la micro y decide bajarlo. Nahuel se resiste. El conductor toma el garrote de atrás del asiento y lo amenaza para que baje. Nahuel levanta su boina y coge la navaja, para propiciarle un profundo corte en la panza. Nahuel se refugia tras la Catedral de la plaza de Armas y se percata de que ahí se habla diferente, al parecer allí otros son los Forasteros. Nahuel les habla y nota que son de más lejos que él. Tiene sangre en las manos, la gente lo aparta con su mirada.
Nahuel vuelve a sacar la navaja, carnea una paloma y se refugia dentro de la iglesia. El cura le ve las manos y la paloma muerta y llama al otro cura. Entre ambos lo echan. Nahuel se resiste, el cura le pone el brazo tiernamente en el hombro. Nahuel lo coge y lo arroja. El cura lo intenta abrazar, Nahuel saca su navaja y le procura un corte.
Agotado por su largo viaje, Nahuel se duerme en el confesionario y sueña con el fondo de un mar que no conoce. Sus manos y cabeza abandonadas en esa oscuridad. Sobre ellas, caracoles y algas pegadas. Como un viejo cofre olvidado. Allí todo es silencio.
Quitado de bulla, con su boina gaucha que oculta una navaja, Nahuel fuma bajo una de las pasarelas de madera con la mirada detenida en un punto del río Baker, aquél que lo llevará lejos de su pueblo -según piensa-, la isla donde se ha ganado cierto respeto y fama, más por su silencio y su carácter de piedra que por su talento poético volcado en ese cuaderno que intenta llenar de palabras, que desde su adolescencia emergen de la soledad y la lluvia.
La fama de Nahuel se había extendido a los poblados más cercanos y ya casi no llegaban extraños a la isla. Esta había cambiado su imagen fantasmagórica y misteriosa, por la de un lugar salvaje y solitario, que se expresa cuando cae el sol, y emergen las navajas, los corridos, el alcohol y las piernas abultadas de las escasas putas que aún no han dejado el territorio. Por las mañanas, en cambio, los mismos hombre embarcan en sus lanchones para ir a labrar los campos, pastorear cabras y en ocasiones especiales, carnear algún novillo.
Nahuel fuma esperando el barco que se acerca por el sur. Pero esta vez no subirá los postes de Ciprés acumulados a la orilla del muelle, sino que piensa viajar con ellos hasta pisar tierra firme y luego desplazarse hacia la Capital. Sin duda pasará inadvertido entre esos tonélicos pedazos de madera.Dónde llegará a quedarse, él mismo no lo sabe. Pero de seguro, como escuchó alguna vez en la radio del bar y como es lógico, tendrá que llegar a la Plaza de Armas; el punto donde convergen los brazos de la ciudad, para desde allí buscarse la vida. Cargó el primer poste, simulando ser uno más de los suyos, y luego esperó, escondido tras una choza húmeda, el grito para zarpar. Durante ese último pucho, pensó en sus brazos y en la leña que había dejado cortada. Pensó en esa lluvia, ¡tan suya! Y en las rebuscadas pasarelas de madera, que alejan los pies de su pueblo de ese bosque pantanoso.
Primero llegó al poblado de Cochrane y luego se desplazó por tierra, cruzando por las tierras transandinas hasta Osorno y de allí a Santiago. El viaje tardó tres días entre aventones de lanchas y camionadas de ganado que suelen desplazarse de ciudad en ciudad. Antes de morir, Nahuel quería conocer la ciudad, no porque admirara ese estilo de vida que ya parecía conocer a través de la señal de radio que a veces llegaba de Punta Arenas. Para él, lo único necesario para sobrevivir eran sus propias manos y su mente astuta. El resto, pretensiones de lo que en su radio llaman “el hombre civilizado”.
Sin caer en contradicciones, Nahuel se había desplazado a la ciudad precisamente para probar qué tan importantes eran sus manos y cabeza -donde él localizaba las virtudes de él y su gente- en un lugar donde habitaba la disconformidad y la predisposición de lo bueno y malo, de lo bonito y lo feo y de la alienante –y exótica para él- necesidad por “ese pedazo de papel que llaman dinero”, esa incomprensible panacea.
El camión lo deja en la panamericana y al abordar la primera micro camina por el pasillo hasta el asiento trasero. El conductor le hace una seña por el retrovisor. Nahuel mira ventana afuera. El conductor lo llama con el seño fruncido. Nahuel voltea y lo mira. El conductor lo vuelve a llamar, esta vez con un grito–¡Tu boleto!! ¡O lo pagai o te bajai conchetumadre!Nahuel no le responde. El conductor detiene la micro y decide bajarlo. Nahuel se resiste. El conductor toma el garrote de atrás del asiento y lo amenaza para que baje. Nahuel levanta su boina y coge la navaja, para propiciarle un profundo corte en la panza. Nahuel se refugia tras la Catedral de la plaza de Armas y se percata de que ahí se habla diferente, al parecer allí otros son los Forasteros. Nahuel les habla y nota que son de más lejos que él. Tiene sangre en las manos, la gente lo aparta con su mirada.
Nahuel vuelve a sacar la navaja, carnea una paloma y se refugia dentro de la iglesia. El cura le ve las manos y la paloma muerta y llama al otro cura. Entre ambos lo echan. Nahuel se resiste, el cura le pone el brazo tiernamente en el hombro. Nahuel lo coge y lo arroja. El cura lo intenta abrazar, Nahuel saca su navaja y le procura un corte.
Agotado por su largo viaje, Nahuel se duerme en el confesionario y sueña con el fondo de un mar que no conoce. Sus manos y cabeza abandonadas en esa oscuridad. Sobre ellas, caracoles y algas pegadas. Como un viejo cofre olvidado. Allí todo es silencio.
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