Ahora sólo les quiero contar el encuentro que me hizo despertar ante el tránsito de dos momentos como son el día y la noche.
Ya era casi de madrugada y me encontraba agobiada en una esquina de una barra apunto de pedir otro chupito. El agobio provenía de que había desistido de la posibilidad del imprevisto, de que algo inesperado aconteciera durante esa noche plana e insípida. Ni siquiera me daban ganas de mirar a mi alrededor, sólo me fijaba en lo que sucedía dentro: las botellas, las maniobras del barman, un gato intruso observando quieto, el único ser vivo con el que me podía identificar a esas alturas. Cuando observo por primera vez a mi alrededor, encuentro a un ser inmóvil en una esquina. Después de una media hora volteo y sigue ahi, observando un punto vacío entre yo y él. El no ve a nadie, al igual que yo antes de verlo. Entonces levanto sutilmente mi mano y dibujo un círculo entre yo y ese punto vacío y lo despierto. El hombre levanta su cabeza y cambia de postura, como si lo hubiera despertado e incluso me mira fijamente y me sonríe. Yo vuelvo a lo mío, al gato y a toda la historia de la barra y de pronto él ya está a mi lado y sí, habla y se mueve.
Me saluda y me habla de su vida, de que es profesor de historia a niños, yo que había intentado serlo pero que definitivamente no era lo mío. Luego hablamos de qué hacíamos ahí, del aburrimiento y el tedio de ese lugar, luego fuimos por otro chupito y hablamos un poquito de todo, descubriendo que coincidíamos en bastantes intereses y formas de ver la vida. Y me sentí atraída, quizás por su larga y desgarbada postura, por su mirada de niño bueno, de niño huérfano de la ciudad. Me sentí identificada y me ví en él y también vi su mano en mi espalda y luego me vi caminando por las callecitas y su boca que me besaba deliciosamente y yo en puntillas intentando trepar su largo cuerpo para llegar a sus ojos. Luego le tomé la mano, como se le toma a un compañero de viaje y me encontré con la situación inesperada de que ésta no era de piel, sino de plástico y comencé a tocarle todo el brazo hasta encontrar el lugar donde terminaba. Le pregunté, él me dijo que era de nascimiento y que preguntara, que los niños siempre lo hacían, pero la verdad es que no se me ocurrió ninguna pregunta y me alivié de que haya sido de nascimiento, pues es algo natural. Así llegué a casa y me quedé recordando sus besos hasta el día siguiente. Una persona que sabe manobriar bien con sus labios y su lengua, tiene buena parte del camino recorrido, al menos para mí, los buenos besos no se olvidan tan fácil.
Así fue como nos encontramos un par de días después en una esquina, yo algo nerviosa con este segundo encuentro diurno, ya casi había olvidado su cara, sólo me iba quedando su sombra y temía desilucionarme y que el efecto barra hubiera actuado, pero decidí verlo denuevo por curiosidad. La verdad es que era una persona que escondía algo muy misterioso, una suerte de horfandad en su mirada.
Estaba atardeciendo y nos sentamos en una mesita en la calle, los dos interrogándonos, saltando abruptamente de un tema a otro con tal de evitar ese silencio amenzador en estos primeros encuentros, intentando obtener la información necesaria para poder dibujar el contorno del otro. De pronto él comienza a contarme acerca de su futuro viaje a Islandia, un lugar que despertó toda mi curiosidad. ¿Qué pasaba allí? ¿quíénes habitaban esas tierras tan extremas? ¿había vegetación? y luego pasamos al tema de los atardeceres. En Islandia, en esta época del año, el ocaso dura 7 horas. Eso me conmovió realmente, nunca se me hubiera ocurrido poder vivir en el ocaso, en un tránsito entre día y noche, ese maravilloso limbo. Un largo ocaso, cuando el sol parece no querer despedirse, pugna entre el día y la noche, consiliación de opuestos. Qué hermoso debía ser eso.
Los atardeceres siempre nos juntaron, en la calle, en mi refugio, en el suyo. Pero el que se quedó guardado en mi mente, fue el atardecer más largo que he presenciado en un buen tiempo y eso que no estaba cerca de ningún polo. Fue una tarde en su casa, los nocturnos de Chopin me llevaron a seguir cada matiz de esa transformación del día en noche y juntos flotamos en ese limbo entre luz y oscuridad, saboreando cada segundo y la sutil transformación de colores que marcaba el paso del tiempo. Allí el tiempo se me hizo tan largo, que volví sobre este tema y recordé al querido Hans Castorp, el sanatorio de Berghof y sus alturas, un lugar de tránsito entre la vida y la muerte.
La historia con este amigo tuvo su amanecer, mediodía, atardecer y ocaso. Ahora es ocaso y ya no queda nada de eso. Antes de irse a Islandia, una noche en la boca del metro nos despedimos de un beso y él me dice, yo te quiero mucho, pero no confío en tí. Yo con cara de interrogación y sin comprender le pregunto porqué no confía en mí si yo le he sido sincera y me dice, ahora no te lo puedo explicar, voy tarde pero cuando vuelva del viaje lo hablaremos. Yo me quedé ahi paralizada sin comprender su juicio, me voltié y comencé a caminar muy melancólica por las callecitas oscuras del raval. ¿Porqué me habría dicho algo así? ¿porqué justo cuando yo estaba asomada en el umbral de esa puerta, él me la había cerrado en la cara? Ni de un lado ni del otro, como un atardecer, me fui caminando sin rumbo fijo, esperando nada de esa noche. Pero todos los atardeceres después de su partida se transformaron en largos momentos desde la altura de mi guarida. Ahí comprendí el significado de su aparición en mi vida, me había enseñado a apreciar los matices entre el día y la noche, la sutil gradación de las situaciones, la conciliación de los opuestos. Que la desconfianza no es más que un ocaso, un tránsito entre creer y no creer, que el viaje es un tránsito entre la partida y la llegada y que es ahi donde está la magia. Ahora, cada vez que atardece, disfruto de ese tránsito y lo vivo como si fuera mi lugar de siempre como si nunca se fuera a terminar. Mi lugar está en ese tránsito entre un lugar y otro.