Poco antes de encaminarme al aeropuerto para iniciar mi travesía a Chile, donde estaría por un mes disfrutando de las cálidas tardecitas de verano, la buena compañía y los paisajes prehistóricos, me atravesó una fresca brisa liberadora y una contradictoria pero leve ansiedad por los reencuentros y cambios que se me avecinaban. Me subí al autobus que me llevaba al aeropuerto y José me despidió y me prendió en el pecho una chapita que decía: "Advertencia. Si me encuentran llévenme a casa", la recibí con una última carcajada y un abrazo, diciéndole ingenuamente "Espero que esta chapita no me sea útil".
Llegué tranquilamente al aeropuerto, facturé mi maleta grande y vacía, con la ilusión de traerla repleta de esos víveres y objetos con los que uno sueña cuando hay un océano de por medio, pero que al estar en tierra propia pasan a ser parte de la cotidianeidad y pierden ese factor de exclusividad que uno le otorga a miles de kilómetros de distancia. Sin salirme del hilo que conduce el texto, estos objetos podrían ser algún ejemplar del "The Clinic", calcetines chilotes, vino, manjar, charqui, pisco, en fin, en su mayoría alimentos para luego cachetonearse con los amigos extranjeros, como si fueran las delicias más exóticas.
Me subí en el vuelo de Spanair hacia Madrid, donde debía tomar casi de inmediato el vuelo de Aircomet que me llevaría al lugar que mi mente dibujaba como el paraíso. Al aterrizar en Madrid (en este punto no sé si mi relato se limitará a la gran aventura que significó subirme a ese segundo avión o a la confrontación ente paraíso y realidad que significo mi estadía en un Chile que en un año había cambiado bastante) le digo al niño chileno que viajaba solo a mi lado y que debía hacer la misma conexión que yo: "Tenemos que apurarnos para tomarnos el próximo vuelo", a lo que él me responde desenfadadamente "¿Pero no sabes nada? El vuelo no sale esta noche. Se atrazó y saldrá mañana por mañana". En un arrebato de impulsividad le dije "¡no te creo!, ¡no te creo nada!" y pasando de lo que para mí era una fantasía infantil, me conduje rápidamente por los eternos pasillos de Barajas en busca de alguna pantalla que confirmara semejante mentira. Cuando choco con la primera pantalla, mis ojos se encienden de ira al confirmar que el vuelo de Aircomet no saldría a las once de la noche, sino a las nueve de la mañana. Así fue como agitada de rabia me dirigí directamente al mostrador de la línea aérea para preguntar, pero esa pregunta se transformó en un gritado "¡Entonces el vuelo sale mañana! ¡Esto es imposible!" y reconozco que ahi se me escaparon un par de lágrimas de rabia y ellos "No podemos hacer nada señorita. Nosotros no tenemos la culpa" En ese momento me vino la reminiscencia de un desafortunado viaje por Air Madrid donde me quedé atrapada por eternas horas en Tenerife y sin pensarlo les refregué un "'¡Es que son unos ladrones, eso es lo que son!", como si ese reproche fuera a cambiar la realidad del autobus que estaba esperando a todos los pasajeros hacia algún hotel de Madrid donde pasaríamos la noche.
Debo reconocer que la idea del hotel me pareció interesante y disminuyó, aunque en un grado ínfimo, mi ansiedad. Al bajarnos del autobus como un rebaño de ovejitas chilenas que no sabíamos qué nos esperaba ni a quién reclamar, armamos una larga cola tras un mostrador, desde donde salían los decepcionados pasajeros con un par de tarjetitas. Durante la fila me dí el tiempo de observar el extrañísimo entorno en que me encontraba. Un amplio salón medio oscuro, de techos altos y anticuadas pinturas que intentaban imitar el siglo de oro español, todo esto coronado por un gran cadillac que como si fuera una instalación de arte pop irrumpía en el centro. El hotel parecía sacado de una película de terror; me hizo recordar el Resplandor de Kubric y me recorrió una sensación de soledad y frialdad, como cuando de niña en una de sus giras por el sur mi padre me dejó en la lúgubre y desconocida casa de cierto alcalde, pensando en que me sentiría agusto con su hija de mi edad.
Así fue como el tipo del mostrador me pasó la tarjeta de la habitación 315 y un ticket para cenar, mientras me indicaba que debía recorrer todo el pasillo y luego girar a la derecha, donde un camarero me indicaría dónde sentarme para cenar. Seguí las intrucciones y en el enorme comedor, en cuyo centro se disponía un poco apetecible buffet, se me acercó un señor pequeño y me dispuso en una mesa donde no tardé en enterarme, estaba rodeada de argentinos que me asaltaban de preguntas sobre mi origen. Luego se sentó otro argentino de unos treinta años que profundamente cabreado hizo callar a la pareja de sus compatriotas preguntones quienes con una sonrisa y como jactándose contaban que habían venido a una boda a Madrid y "qué horror", tendrían que faltar al trabajo. Elian, como dijo llamarse el Argentino aquél, les dijo "¡Y a mí me vale madre! ¿Qué boda ni nada? Aquí hay gente que no viaja a sus países hace años, como yo, que no voy a mi tierra hace siete años" y continuó en un tono cada vez más agresivo "¡No quiero que me hablen! ¡Son unos pijos de mierda!" Y me miró como con complicidad buscando mi afirmación. La verdad es que los pijos se reconocen en cualquier lado, pero en ese contexto me daba exactamente lo mismo a quién tenía sentado al lado comiendo y por mí que los conflictos de clase los guardaran para otra ocasión. Ignorando a la pareja que cenaba a nuestro lado el chico empezó a contarme que era de Ushuaia y que hace mucho tiempo que no andaba por ahi. Al parecer se sintió en confianza conmigo porque comenzó a contarme toda su vida. Hijo de mapuche con Argentina y ex militante del Mir el tipo no tardó en tratarme de compañera para arriba y para abajo, mientras nos bajamos rápidamente la botella de Rioja que estaba sobre la mesa. En ese entonces se integró un joven chileno que se sintió muy agusto con la conversación y ayudó a que nos pusieran una segunda botella. La desilución del viaje frustrado y el ambiente tétrico nos hizo desembocar en el bar del hotel, donde Elian no tardó en rajarse con otra botella y mientras increpaba al camarero como si tuviera la culpa de nuestra situación y le discutía su postura política al otro chileno, yo me escapé a la barra y me pedí cara dura un pacharán. Desde la barra disfrutaba el chin chin de los hielos recorriendo esa enorme copa de cristal, pero mi paz se vio interrumpida por la presencia de los dos chicos que ya se habían aburrido de discutir. Entonces los miro y ok, invito una ronda de pacharanes. Dos horas después me encontraba perdida en los laberínticos pasillos del hotel y sin la tarjetita de mi habitación, los motivos son deducibles. En un momento me vi sentada en ese largo pasillo de El Resplandor mirando mi chapita y diciéndome "¿Y ahora quién me va a encontrar para llevarme a casa?". En eso pasó el Argentino de Ushuaia y me pregunta qué hago ahi derrotada. Yo le cuento mi desesperanzadora situación y me dice "Bueno, te puedes quedar en mi habitación si quieres, no pasa nada" Reconozco que no me lo pensé mucho, estaba realmente agotada y dispuesta a caer muerta donde fuera y afortunadamente habían dos camas, en una de las cuales me tumbé como un saco de papas y comencé a oir como una voz de ultratumba que me decía "despierta, hay que irse", "despierta, chilena" y yo, como si estuviera en un sueño decía "no, déjame dormir". Cuando abro los ojos y me encuentro en una habitación, dentro de un hotel, dentro de una ciudad y por último dentro de un país en el que no debía estar a esas alturas. Salté enérgica de la cama y me dirigí automáticamente hacia el bus que nos esperaba para llevarnos al aeropuerto. Dormí en el bus, y en diferentes asientos del aereopuerto, hasta despertar por completo y divisar una enorme y esperanzadora fila que en un instante de optimismo imaginé era la fila para subirse al avión. Al recuperarme definitivamente del largo sueño la fila seguía allí, sin avanzar. Entonces comencé a pasearme entre los pasajeros y me enteré de que la fila era ni más ni menos que para que nos pasaran un pan para desayunar; que eran las diez de la mañana y que no había ni rastro de avión. Entre el mal genio de la despertada y la desconcertante situación, monté en cólera cuando vi a todos los presentes, incluyéndome, como un perdido rebaño en espera de algún lejano pastor. Allí fue como desde mi estómago surgió una voz, que más bien parecía un rugido que irrumpió hacia afuera acaparando la atención y la sorpresa de todos los pasajeros: "¡Esto no puede ser! ¿Quién se creen que somos, unos imbéciles o qué? ¿Porqué nadie hace nada? ¡parecemos un rebaño!" Y divisé que a unos cuantos metros se encontraba el vuelo argentino en nuestra misma situación pero a diferencia de estar todos calladitos a la espera de algún veredicto, se había armado una gran revuelta de aplausos y chiflidos exigiendo justicia. Ahi se me vino fugazmente a la mente la historia de ambos países.
Luego de mi exploción atómica, y como si ésta hubiera hecho efecto, comenzó a formarse la fila para el avión. Luego de semejante numerito, decidí no volver a abrir la boca en todo el vuelo y afortunadamente el asiento a mi lado iba desocupado. Dormí todo el viaje sin parar y al despertar ya con la desolada y monumental vista de la cordillera de los andes, me sentí fatal por todo.
Entre la resaca, el destino que ya se acercaba y el numerito de la mañana me prometí ser menos impulsiva. La cordillera se presta como mínimo para algún tipo de reflexión personal de ese tipo.
Al llegar al aereopuerto y abrazar a mi hermana y a mi prima, volví a recobrar la paz y me sentí protegida y querida como si estuviera en una blanda y cálida cuna de algodón. Qué placer y que confusión era estar de vuelta en mi tierra querida después de un año.
**Creo que la historia siguió su propio curso. En un próxima oportunidad iré al meollo de asunto y hablaré de todas las sorpresas con las que me encontré en este "paraíso" tan real e imperfecto como es Chile. Con lo que me costó llegar creo que debiera dedicarle como mínimo un libro completo.
martes, enero 22, 2008
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