viernes, diciembre 14, 2007

sobre revoluciones y malos humores (qué se yo...)

Luego de más de un año de vivir en Barcelona, conocí a una persona que llamó mi atención. Parecía mucho más joven de lo que realmente era. Se presentó enérgico y muy seguro de sí, sentándose a mi lado en la barra donde no tardamos en iniciar una conversación que se prolongó hasta el amanecer. Su aspecto físico revelaba una clara postura de disgusto y rebeldía ante la sociedad y “el sistema” que la rige. Efectivamente, a los pocos minutos comenzamos a intercambiar opiniones e ideas de nuestra concepción del mundo, sobre cuáles habían sido los errores irreversibles y los aciertos en las organizaciones sociales.

Cuando la conversación desembocó en estos temas no tardé en comprender que su manera de vestir y de hablar revelaba una postura determinada para comprender y descifrar el mundo. En Barcelona he visto bastantes jóvenes que intentan diferenciarse de las convenciones de la mayoría mediante una estética de su cuerpo representada por su vestimenta y en general por una postura que les permite autodefinirse como antisistémicos. Dando por sentadas las connotaciones que pueda tener este término, en un primer acercamiento a la vida de esta ciudad pensé que no iba más allá de una moda.

Comencé a relacionarme más de cerca con algunos de estos jóvenes, puesto que yo también lo soy y como lo hace cualquier extranjero en otro lugar, me surgió la comparación con las manifestaciones culturales e históricas de los jóvenes de donde yo provengo lo que me llevó a preguntarme ¿Qué es lo que impulsa a estos jóvenes antisistémicos a enfrentarse a una sociedad donde supuestamente no les falta nada? ¿Es realmente válida esta postura en una ciudad como ésta, con las comodidades y necesidades creadas que vemos hoy? Pero luego comencé a comprender que muchos de ellos realmente piensan que la hegemonía del poder y la empañada política debieran desaparecer y diluirse en el pueblo, aunque casi todos participan de alguna u otra manera o dependen de lo que este sistema político y social les ofrece. Aquí surge la primera contradicción. Muchos de ellos se definen como anarquistas y otros cuantos como punkies u okupas. A fin de cuentas hay algo en común entre ellos: una negación hacia lo que nos ofrece la cultura de mercado y un completo escepticismo hacia la política de hoy. Más que preguntarme de dónde venía esta manera de ver el mundo y la sociedad, lo cual me parece una noble consecuencia del mundo tal y como lo vemos hoy, me preguntaba porqué en Barcelona hay tantos jóvenes que prefieren vivir al margen y más aún, porqué existe cierto romanticismo o admiración hacia una filosofía de vida que estuvo en su apogeo hace ya setenta años en esta provincia y en otras de España y que si bien no podemos dar por muerta, sólo ha dejado algunos esparcidos brotes.

La idea de este fervor por la revolución y todos los íconos e imágenes que se relacionan con ella, me llevaron a interesarme más por la historia de España. En la medida en que pasó el tiempo y conocí más al amigo de la barra, que en adelante llamaré J y a su entorno de conocidos y colegas, comencé a vislumbrar que más allá de una postura política (que a ratos se torna apolítica), se trataba de un legado que dejó una generación de jóvenes de antaño.

Estos jóvenes del siglo XXI miran con emoción y romanticismo la historia que heredaron de sus propios abuelos, e intentan reproducir esta forma de ver el mundo; de compañerismo, trabajo e igualdad, mediante una serie de códigos estéticos y culturales. Parece difícil y casi utópica la iniciativa de continuar con esta posición viendo que pocos están realmente dispuestos a abandonar el estilo de vida que se les ofrece hoy, donde no muchos pueden escapar de cierta estructura jerárquica y donde la dependencia hacia objetos con los que sus abuelos no hubieran ni soñado se hace inminente. O quizás podría tratarse de una postura estética y romántica que surge espontáneamente en los años de juventud. No acababa de comprender contra qué realmente luchaban estos jóvenes cuando por ejemplo le lanzaban botellas a los policías luego de una noche de botellón: ¿por sus libertades?, ¿existía un motivo real que justificara esta violencia?

En la medida en que la conversación avanzaba con J aquella noche y cuando comenzamos a ahondar en nuestra forma de ver el mundo, yo le comenté que no estaba de acuerdo en cómo iban las cosas hoy, por lo que cada vez creía menos en lo que los políticos hacen llamar democracia. Luego le comenté sobre el grave problema de la desigualdad en Latinoamérica y sobre los privilegios de unos pocos por sobre muchos. No recuerdo exactamente qué dije para que él no tardara en definirme con cierto aire despectivo como comunista, mientras que él se autodefinía como anarcosindicalista. Parece un poco absurdo atribuirse estas etiquetas en un mundo tan globalizado y disperso como el de hoy, pero me quedó dando vueltas a qué se refería con anarcosindicalismo, pues en mi ignorancia me parecía un concepto extremadamente contradictorio. El anarquismo, que por lo que yo entendía excluía cualquier dominio de poder o de organización institucional, se mezclaba con la palabra sindicalismo que se refiere justamente a una organización establecida. A esas alturas me veía confusa e incluso me sentí disminuida cuando me llamó comunista por debajo de su hombro como si me estuviera refiriendo la peor ofensa; la verdad es que no comprendí cuál era la real diferencia, pues para mí se trataba de dos versiones amigables de un mismo bando.

De acuerdo a los registros de la historia de mi país, el comunismo aparece como una ideología que se puso en práctica durante los años 60, cuando Salvador Allende fue escogido presidente democráticamente por el pueblo. Ser comunista, para mí, poco tenía que ver con lo que era ser comunista para J, quien heredó la historia política de la España de los años ‘30, la cual a esas alturas yo conocía superficialmente como una guerra entre dos bandos: los nacionales y los republicanos. Desconocía toda la gama de matices y siglas que existían entre esos dos polos. Para mí, Europa y en particular la España de ese entonces, estaba dividida en dos y no había mucho más que discutir del tema.

Una semana después, caminando por el centro de Barcelona junto a J, pasamos por la Plaza del Tripi, oficialmente llamada (y cada vez menos conocida así por los jóvenes) como Plaza George Orwell. Allí me enteré que Orwell no sólo había vivido en Cataluña, sino que había estado en el frente en aquellos tiempos y que su historia había quedado registrada en “Homenaje a Cataluña”. Orwell escribió este libro que aún no sé si denominar como crónica, novela o testimonio, para dar cuenta de todos los matices y contradicciones que reinaron en la España de esos tiempos. J me habló largo y tendido de esta obra de Orwell, una de sus favoritas y un par de semanas después la tenía entre mis manos. J me la entregó con una sonrisa irónica diciéndome: “Para que comprendas porqué pienso así, a qué me refiero con anarcosindicalismo y que no es ningún halago que te diga comunista”. Muy agradecida recibí el libro y me lo devoré en un par de días.

Cuando comencé a leer esta novela testimonial de Orwell (de ahora en adelante la llamaré así aunque no estoy del todo convencida de que se trata de una novela), lo primero que me saltó a la vista fue la visión que tenía de la revolución en España un hombre que venía del primer mundo, con cierta experiencia en la guerra:

…el hecho de que a menudo uno debía discutir durante cinco minutos para conseguir que se obedeciera una orden, me espantaba y me enfurecía. Tenía ideas típicas del ejército británico, y ciertamente las milicias españolas eran bastante diferentes del ejército británico (Orwell, 38).

La imagen que tenían muchos jóvenes estudiantes ingleses de España era la de un verdadero paraíso de la libertad, donde los grandes ideales se llevaban a cabo como en ningún otro lugar del mundo, ante lo cual no había que quedarse de brazos cruzados. Así fue como muchos estudiantes intelectuales de izquierdas se apuntaron a las brigadas internacionales y llegaron a España para vivir en carne propia la experiencia de la libertad y la lucha. Al llegar a España, Orwell, quien provenía de una cultura más bien fría y distante como lo es la anglosajona e incluso de un sector privilegiado de ésta, se sorprendió de la calidez y el compañerismo de sus camaradas:

Desafío a cualquiera a verse sumergido, como me ocurrió a mí, entre la clase obrera española y a no sentirse conmovido por su decencia esencial y, sobre todo, por su franqueza y generosidad (Orwell, 19).

Pero a su vez, no tardó en asombrarse por la falta de experiencia y desorganización de los milicianos en el frente, quienes ni siquiera sabían disparar:

Parecía increíble que los defensores de la república fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar (Orwell, 26).

A medida que transcurría el frente, donde la desorganización y el desabastecimiento predominaban y donde muchas veces fueron consumidos por el frío más que por el miedo al enemigo, Orwell regresa a Barcelona donde participa en uno de los momentos más álgidos de los enfrentamientos en esa ciudad como son los acontecimientos de mayo del ‘37. Como militante comunista, Orwell había llegado a Barcelona no solo a experimentar la revolución, sino también a defender una causa que en ese entonces en Europa se estaba haciendo cada vez más popular entre grupos de jóvenes que no estaban dispuestos a adherirse a ninguno de los dos bandos predominantes: Stalinismo y Fascismo. Sin embargo, y a pesar de que partidos como el POUM o el PSUC, tuvieran orígenes muy similares de izquierdas obreras, Orwell no tardó en comprender que éstos se encontraban tan divididos como los fascistas de los republicanos.

Como miembro del POUM, Orwell se tuvo que ocultar de otros partidos de izquierda que los acusaban de conspirar con los fascistas. Así, los verdaderos grupos revolucionarios, como fueron los anarquistas en sus diferentes versiones como la CNT y la FAI, entre otros, se vieron absurdamente perseguidos por quienes en un comienzo fueron sus compañeros. Al igual que muchos otros milicianos y miembros del POUM, Orwell debió ocultarse en diferentes rincones de Barcelona e incluso enfrentar a quienes en un momento creyó sus aliados. Esta situación que Orwell nos representa en la novela como de una tremenda injusticia y contradicción, hace que éste retorne a Londres contra su voluntad:

Dudo de que las calumnias acumuladas desde la retaguardia sobre la milicia del POUM, tuvieran algún real efecto desmoralizador, pero tendían a ese fin, y hacen suponer que, para los responsables de esta campaña, el resentimiento político importaba más que la unidad antifascista (Orwell, 186).

Cuando me encontraba justamente en esta parte final de la novela, comprendí a qué se refería J cuando me denominó comunista y la verdad es que no me pareció ningún halago, sino al contrario. En otras palabras me estaba diciendo que era una vendida al sistema, una oveja más de un enorme ganado controlado por una mano invisible. Sin duda, su connotación de comunista, estaba estrechamente ligada al testimonio de Orwell, quien nos relata las diversas conspiraciones y engaños del partido para acabar con los revolucionarios y como no, de su abuelo que había estado en el frente. En el siguiente encuentro no pude evitar comentarle este hecho, afirmándole con un dejo de humor que se equivocaba mucho en llamarme así, que yo no pensaba como ellos. Sin duda, ésta parecía una conversación de otros tiempos y debo reconocer que incluso actualmente me veo afectada por una visión romántica de lo que es ser comunista que va muy unida a la historia de mi país, como comenté antes.

En “Homenaje a Cataluña” podemos percibir esta imagen romántica del frente y la revolución en Barcelona:

“Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas” (Orwell, 11)

La voz optimista había corrido hacia Inglaterra (aunque los periódicos de la época hablaban con mucha timidez de los movimientos revolucionarios), pero el joven Eric Blair, cuya cabeza sobresale entre filas de adolescentes que estaban dispuestos a dejarlo todo por la lucha, no tarda en confesarnos que no todo era tan ideal como pensaba meses atrás:

No me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el momento de quitarse el disfraz (Orwell, 12).

Esto me hizo recordar la imagen que han guardado muchos de los jóvenes antisistémicos de hoy hacia esos días donde todo parecía tener tanto sentido. Así como en el Londres de ese entonces los jóvenes no conseguían experimentar la revolución, concibiéndola más como un ideal que como una experiencia, algunos jóvenes españoles de hoy suelen buscar referentes ya sea en el pasado histórico revolucionario de su país, como en los conflictos que hoy acontecen en otros lugares del mundo como Latinoamérica. Generalmente, esta imagen excluye los pormenores de estos enfrentamientos, los que Orwell describe tan bien en su novela:

En el frente, mi propia exasperación alcanzó algunas veces el nivel de furia. Los españoles son buenos para muchas cosas, pero no para hacer la guerra (Orwell, 19).

Este encantamiento por parte de jóvenes que vivían más en una burbuja de ideas que en una realidad revolucionaria, como bien sugiere Orwell en “Homenaje a Cataluña” o Ken Loach en el comienzo de su película “Tierra y Libertad”, representando a los jóvenes estudiantes ingleses de los años ’30 con sed de revolución y con ánimo de sentirse útiles para con ella; me hace recordar el sentimiento de muchos jóvenes barceloneses de hoy, quienes buscan referentes para volcar su ánimo revolucionario. Estos referentes bien pueden ser sus abuelos anarquistas de la guerra civil, como los conflictos revolucionarios que ocurren en Latinoamérica en la actualidad. ¿Será que el sentimiento revolucionario surge con mayor ímpetu en la juventud? ¿Será que estos jóvenes necesitan encontrar referentes para volcar su disgusto con el sistema político y social de hoy en día?

Cuando uno comienza a interesarse en un tema, pareciera como si todo tuviera que ver con él. Después de ver “Tierra y libertad” de Loach y sorprendida por la naturalidad y fluidez con que se interpretaban las escenas del frente, las discusiones de las colectivizaciones y la falta de recursos de los milicianos, detecté que entre quienes interpretaban a los milicianos se encontraba un amigo de J, actual anarquista, con quien había cruzado algunas palabras hace tan solo unas semanas en el Hurraco. Me pareció todo una gran coincidencia que se hizo más evidente cuando ese mismo fin de semana me lo volví a encontrar en el bar. Me acerqué a él y comencé a preguntarle sobre la realización de la película. El me contó que muchas escenas parecían casi reales porque habían sido improvisadas y que él no siendo actor había interpretado a ese personaje tan bien porque realmente se identificaba con el sentimiento de lucha y de revolución. No recuerdo bien porqué, comenzamos a hablar del humor. Yo le comenté un poco decepcionada que encontraba a mucha gente malhumorada en el metro, en la tienda de la esquina, en fin, en mi cotidiano en general, lo cual me consumía y me desanimaba. Y recuerdo que ante eso él me dice: “Para mí el mal humor es fundamental, yo tengo mal humor de que el mundo esté como esté, de que estemos siendo controlados por una cabeza invisible, de la insensibilidad y la falta de consciencia” En unos pocos minutos me había convencido de que el mal humor era un móvil importante. En ese momento, se me vino a la mente el comienzo de la película de Loach. Esos jóvenes estudiantes ingleses viendo escenas del frente en España y gritando malhumorados contra el fascismo y por la revolución. Fue como si casi pudiera palpar la sangre hirviendo de ese sentimiento. A partir de esto logré intuir qué era eso que desbordaban los jóvenes contemporáneos lanzando botellas contra desconocidos. El mal humor, llevó a Orwell al frente y ha permitido que los jóvenes enérgicos se alcen a las calles a manifestar su descontento. Es quizás este mal humor el que me transmitió J en la barra de ese bar cuando me tildó de comunista sin apenas conocerme. El problema es que hoy en día en Barcelona, no tenemos muy claro qué es eso que nos provoca este mal humor.

lunes, octubre 22, 2007

De aquellas coincidencias

Una mañana, no muy diferente de cualquiera otra, caminando al trabajo, decido tomar el atajo por la librería de la esquina, la cual suelo atravezar para aparecer a unas pocas cuadras del metro. Al entrar allí, mientras siento el crujir de mis pasos atrasados sobre el suelo de madera, me siento descubierta en mi tránsito cotidiano, pero se me atraviesa la estantería de poesía e inmediatamente recuerdo que es el cumple de un amigo especial. Cómo no lo iba a recordar si ahi vi fragante un libro de la Pizarnik, como el que él me había prestado hace algunas semanas... Ese 3 de octubre me detengo en la sección de poesía con ánimo de regalar y luego en la de narrativa para regalarme. Definitivamente el atajo se ha convertido en el camino más largo. Cuando ya había escogido el Altazor de Huidobro para mi amigo, me dirijo al estante de narrativa hispanoamericana, con el afán de hojear y tantear entre tantos autores conocidos y tantos más por conocer y con justificada razón: Hace un par de semanas había terminado La Montaña Mágica de Mann con Hans Castorp perdiéndose entre otros soldados en un espacio baldío y gris, entre alambradas con restos de ropas y carnes rasgadas. Desde allí no había leído practicamente nada, y ya estaba deseando apoderarme de un personaje página a página hasta enamorarme de él; menuda debilidad la mía. La gracia de ver los libros en esa estantería, a diferencia de verlos en la de una biblioteca, es la posibilidad de adquirirlo "para siempre", leerlo, hojearlo y tomarme todo el tiempo necesario para que pase a formar parte de mis pensamientos. Leerlo, para luego dejarlo junto a los otros en la repisa, un libro que queda siempre medio abierto a algún capítulo, alguna frase satélite o simplemente a una relectura completa. Esa última parte de La Montaña Mágica, que en ese momento quise releer, me hizo valorar el hecho de tenerla físicamente en casa y por ende, el hecho de comprarme otra novela.

La estantería de narradores hispanoamericanos me resulta muy atractiva porque encuentro a muchos más autores por conocer que con los que ya he tenido el gusto (y a veces la desilución). Siguiendo cierta coherencia con mis elecciones literarias en los últimos meses, me tocaba arriesgarme un poquito por las apariencias y escoger una novela de la que tuviera las menores referencias posibles. Y así, de primeras, agarré "El Testigo" de Juan Villoro. Leí la contratapa y hojié el primer capítulo. Se trata de Julio, un profesor mexicano, exiliado en Francia, quien decide volver a méxico con la misión de investigar sobre el poeta Ramón López Velarde. La historia parece interesante, pero me cautiva aún más el narrador, con ese toque cotidiano e irónico para examinar una sociedad de la cual él ya no se siente parte. Entonces me llevo los dos libros y en la caja el tipo me dice "Juan Villoro, seguro te interesará venir esta semana a las charlas y presentaciones sobre literatura mexicana de aquí".

Con la ansiedad propia de quien va atrasada y con una nueva adquisición, empiezo a leer la novela, que me provoca tantas risas como curiosidad. No sabía nada sobre la revolución de los cristeros y en mi ignorancia pensé que podría ser una maquinación del narrador. Poco sabía sobre López Velarde, el poeta que estuvo en el centro de este movimiento, la verdad es que estaba completamente satisfecha con la nueva novela que lejos de un riesgo, se había transformado en un acierto. Tanto así, que llegué comentando a la oficina, con mis compañeros mexicanos y luego logré corroborar la historia de los cristeros con el compañero que me suele acompañar de vuelta en el tren.

Así fue como la semana siguiente, sentada en una sala de clases esperando al profesor que debía haber llegado hace cinco minutos, saco "El Testigo" y comienzo a leerla. Apenas la había abierto cuando entra el profesor diciendo "Tenemos a Juan Villoro". Yo levantando la vista, le digo "¡Claro!, aquí lo tenemos" y él "Está aqui en la facultad". En ese momento, un poco desconcertada, cierro la novela y me quedo pensando cómo puede ser posible tal coincidencia. Y me imagino que voy a la cafetería y le hablo. En ese momento, Villoro se encontraba dando una charla en una de las salas y el profesor me dio permiso para salir. Pero yo preferí no perderme la clase y seguir fantaseando con esa improbable realidad. El creador de esa magnífica novela estaba a tan solo unos metros de mí.

Cuando acabó la clase, mientras salía al patio comentándole esta anécdota a mi compañera, diviso a lo lejos a Juan Villoro. Ya era de noche y se encontraba conversando seguramente con algunos editores y catedráticos que parecían muy serios y empaquetados. Villoro era un tipo joven, alto y de actitud sencilla. No parecía un reconocido narrador. De pronto, en un impulso me obsesiono con la idea de hablarle, pero mi timidez me lo impide. De todos modos no tenía nada que perder y tenía su novela bajo el brazo. En el peor de los casos me ignoraría. Entonces, con esa sensación del que no tiene nada que perder, me dirijo directamente hacia él y rompiendo su círculo lo saludo y me presento "Hola Juan, soy Isabel, es un honor y una sorpresa encontrarte aquí" y le conté que estaba leyendo su novela y que no tenía idea que él estaba ahi. Y le conté exactamente lo que había sucedido en la sala de clases hace un par de horas. El parecía casi tan sorprendido como yo "Vaya coincidencia, ¡qué bien!" "¿De dónde eres y que haces por aquí?" me preguntó. Y yo empecé a contarle qué hacía en esta ciudad. Aproveché también de contarle si conocía a Bolaño de México y él me contó que por supuesto, que se habían conocido de muy jóvenes. Cuando él tenía 15 y Bolaño 18, él había ganado un premio de cuentos y Bolaño el de poesía. "Era la época de Los Detectives Salvajes, de los infrarrealistas, por ahi andábamos todos dando vueltas". Luego me contó que iría a Chile en mayo a lanzar un libro de ensayos en la Portales que andaba de paso por Barcelona y que mañana iría a Girona. Volvimos a comentar esta maravillosa coincidencia y me dedicó lo siguiente:

"Para Isabel. Con el gusto de comprobar que el destino trabaja para reunir a autores y escritores del modo más inesperado. Afectuosamente. Juan"

viernes, julio 13, 2007

El ocaso

Encontré un refugio a lo alto, donde el cielo me abraza y me visitan las gaviotas. Se trata de una guarida desde donde yo los veo a todos sin que nadie me vea, como un fantasma. Incluso últimamente me ha dado por tocar la guitarra y dejarme escuchar por los transeúntes como un ruido más de esta concurrida calle. Me doy el tiempo de mirar todos los atardeceres, a excepción de éste que ha sido interrumpido para tipiar algunas palabras. He estado bastante ocupada de los ocasos desde hace algunas semanas y por ende del tiempo y sus ciclos. Llegando a reflexionar de que no importa cuánto mida un minuto o una hora sino cuando ese momento se repite para regresar a su punto de partida. Como bien dice Hans Castorp en la Montaña Mágica, el tiempo no existe sin espacio, pues éste no se podría medir si no fuera por el viaje que realiza un minutero y un segundero para retornar a un mismo punto. El tiempo soy yo que viajo día a día y es ese tránsito el que me hace viva.

Ahora sólo les quiero contar el encuentro que me hizo despertar ante el tránsito de dos momentos como son el día y la noche.


Ya era casi de madrugada y me encontraba agobiada en una esquina de una barra apunto de pedir otro chupito. El agobio provenía de que había desistido de la posibilidad del imprevisto, de que algo inesperado aconteciera durante esa noche plana e insípida. Ni siquiera me daban ganas de mirar a mi alrededor, sólo me fijaba en lo que sucedía dentro: las botellas, las maniobras del barman, un gato intruso observando quieto, el único ser vivo con el que me podía identificar a esas alturas. Cuando observo por primera vez a mi alrededor, encuentro a un ser inmóvil en una esquina. Después de una media hora volteo y sigue ahi, observando un punto vacío entre yo y él. El no ve a nadie, al igual que yo antes de verlo. Entonces levanto sutilmente mi mano y dibujo un círculo entre yo y ese punto vacío y lo despierto. El hombre levanta su cabeza y cambia de postura, como si lo hubiera despertado e incluso me mira fijamente y me sonríe. Yo vuelvo a lo mío, al gato y a toda la historia de la barra y de pronto él ya está a mi lado y sí, habla y se mueve.



Me saluda y me habla de su vida, de que es profesor de historia a niños, yo que había intentado serlo pero que definitivamente no era lo mío. Luego hablamos de qué hacíamos ahí, del aburrimiento y el tedio de ese lugar, luego fuimos por otro chupito y hablamos un poquito de todo, descubriendo que coincidíamos en bastantes intereses y formas de ver la vida. Y me sentí atraída, quizás por su larga y desgarbada postura, por su mirada de niño bueno, de niño huérfano de la ciudad. Me sentí identificada y me ví en él y también vi su mano en mi espalda y luego me vi caminando por las callecitas y su boca que me besaba deliciosamente y yo en puntillas intentando trepar su largo cuerpo para llegar a sus ojos. Luego le tomé la mano, como se le toma a un compañero de viaje y me encontré con la situación inesperada de que ésta no era de piel, sino de plástico y comencé a tocarle todo el brazo hasta encontrar el lugar donde terminaba. Le pregunté, él me dijo que era de nascimiento y que preguntara, que los niños siempre lo hacían, pero la verdad es que no se me ocurrió ninguna pregunta y me alivié de que haya sido de nascimiento, pues es algo natural. Así llegué a casa y me quedé recordando sus besos hasta el día siguiente. Una persona que sabe manobriar bien con sus labios y su lengua, tiene buena parte del camino recorrido, al menos para mí, los buenos besos no se olvidan tan fácil.


Así fue como nos encontramos un par de días después en una esquina, yo algo nerviosa con este segundo encuentro diurno, ya casi había olvidado su cara, sólo me iba quedando su sombra y temía desilucionarme y que el efecto barra hubiera actuado, pero decidí verlo denuevo por curiosidad. La verdad es que era una persona que escondía algo muy misterioso, una suerte de horfandad en su mirada.

Estaba atardeciendo y nos sentamos en una mesita en la calle, los dos interrogándonos, saltando abruptamente de un tema a otro con tal de evitar ese silencio amenzador en estos primeros encuentros, intentando obtener la información necesaria para poder dibujar el contorno del otro. De pronto él comienza a contarme acerca de su futuro viaje a Islandia, un lugar que despertó toda mi curiosidad. ¿Qué pasaba allí? ¿quíénes habitaban esas tierras tan extremas? ¿había vegetación? y luego pasamos al tema de los atardeceres. En Islandia, en esta época del año, el ocaso dura 7 horas. Eso me conmovió realmente, nunca se me hubiera ocurrido poder vivir en el ocaso, en un tránsito entre día y noche, ese maravilloso limbo. Un largo ocaso, cuando el sol parece no querer despedirse, pugna entre el día y la noche, consiliación de opuestos. Qué hermoso debía ser eso.


Los atardeceres siempre nos juntaron, en la calle, en mi refugio, en el suyo. Pero el que se quedó guardado en mi mente, fue el atardecer más largo que he presenciado en un buen tiempo y eso que no estaba cerca de ningún polo. Fue una tarde en su casa, los nocturnos de Chopin me llevaron a seguir cada matiz de esa transformación del día en noche y juntos flotamos en ese limbo entre luz y oscuridad, saboreando cada segundo y la sutil transformación de colores que marcaba el paso del tiempo. Allí el tiempo se me hizo tan largo, que volví sobre este tema y recordé al querido Hans Castorp, el sanatorio de Berghof y sus alturas, un lugar de tránsito entre la vida y la muerte.

La historia con este amigo tuvo su amanecer, mediodía, atardecer y ocaso. Ahora es ocaso y ya no queda nada de eso. Antes de irse a Islandia, una noche en la boca del metro nos despedimos de un beso y él me dice, yo te quiero mucho, pero no confío en tí. Yo con cara de interrogación y sin comprender le pregunto porqué no confía en mí si yo le he sido sincera y me dice, ahora no te lo puedo explicar, voy tarde pero cuando vuelva del viaje lo hablaremos. Yo me quedé ahi paralizada sin comprender su juicio, me voltié y comencé a caminar muy melancólica por las callecitas oscuras del raval. ¿Porqué me habría dicho algo así? ¿porqué justo cuando yo estaba asomada en el umbral de esa puerta, él me la había cerrado en la cara? Ni de un lado ni del otro, como un atardecer, me fui caminando sin rumbo fijo, esperando nada de esa noche. Pero todos los atardeceres después de su partida se transformaron en largos momentos desde la altura de mi guarida. Ahí comprendí el significado de su aparición en mi vida, me había enseñado a apreciar los matices entre el día y la noche, la sutil gradación de las situaciones, la conciliación de los opuestos. Que la desconfianza no es más que un ocaso, un tránsito entre creer y no creer, que el viaje es un tránsito entre la partida y la llegada y que es ahi donde está la magia. Ahora, cada vez que atardece, disfruto de ese tránsito y lo vivo como si fuera mi lugar de siempre como si nunca se fuera a terminar. Mi lugar está en ese tránsito entre un lugar y otro.

domingo, mayo 13, 2007

El idiota

Últimamente me he estado devorando "El Idiota" de Dostoievsky. Es la historia del príncipe Mishkin, un joven epiléptico y huérfano, marginado de la sociedad rusa y criado en un pueblito suizo. La historia se desarrolla desde la llegada de este hombre/niño, sensible y transparente a la sociedad de San Petersburgo de mediados del s. XIX. Una sociedad donde los títulos de nobleza, el dinero y el éxito social predominan. El príncipe, llega solo con una maleta y un viejo traje a casa de un renombrado general, a raíz del cual empieza a relacionarse con personas corrompidas y materialistas; impulsivas y seductoras. El es un idiota a ojos de esa sociedad, pero a ojos del lector se trata de una persona muy sabia, coherente y sensible. El clásico juego de las novelas de Dostoievsky, que nos lleva a a sospechar de lo establecido y de valores que un determinado mundo ve como incuestionables. Hay quienes nos preguntamos y sospechamos de lo que se nos ofrece como verdad absoluta, como un príncipe Mishkin cualquiera. Y no es nada sencillo, a ratos tenemos que pagar el precio de la humillación o pasar por desadaptados o incomprendidos solo para que cierto verdugo no enferme de frustración y para que el mundo siga girando, con su soberbia incluída.
Me pregunto ¿qué sería de este mundo sin los "idiotas"? ¿qué pasaría si nos creyéramos todo lo que se instala frente a nuestros sentidos?, ¿si nos convenciera lo que hablan los periódicos y lo que dicta el último grito de la moda?, ¿si aceptáramos como verdad absoluta el discurso de ese político que parece tan convencido de lo que dice?, ¿o si nos creyéramos los juicios, cualquiera que estos sean, sobre nuestra persona?
Recorriendo estas páginas, me pregunto qué tan idiota soy. Me imagino que casi cualquiera que lea esta novela se sentirá identificado con el príncipe idiota; una de las virtudes de la narrativa de Dostoievsky. Sin embargo, no son muchas las que realmente lo son. Desde el punto de vista de esta novela, que me nombraran idiota sería un verdadero halago, porque se trata de alguien que tiene que ir contra la corriente para no contradecirse, un verdadero héroe.
El otro día conocí a un dibujante que me enseñó uno de sus dibujos; diferente al concepto que suelo tener de un dibujo. El se imaginaba espacios en la ciudad y los desarrollaba hasta que parecieran lo más real posibles. Luego, como una cámara objetiva, la imágen se acercaba abarcando todo el volúmen del dibujo (en 3D) que parecía estar saliéndose de la pantalla del ordenador. En este caso, se trataba de un edificio solitario, flotando en un enorme campo de pasto, y con un árbol que se reflejaba como en un espejo.
Minutos después, la conversación se desvió hacia el príncipe Mishkin y comencé a hablarle de este curioso personaje. No comprendía el motivo que me llevó a hablarle del idiota, pero luego se me vino la imagen de su dibujo e imaginé que los personajes de Dostoievsky y el príncipe en particular, están desarrollados de manera tal que puedes conocer sus fortalezas y flaquezas, lo que te permite comprenderlos (y amarlos) como su propio creador. Se trata de personajes tridimensionales y de una sensibilidad especial para percibir al otro: ¿te veo como un dibujo plano o con todas tus dimensiones y contradicciones? ¿soy capaz de sacarte de tu contexto y no juzgarte por lo que me enseñas ahi parado frente a mí?

Las personas tenemos varias dimensiones o perspectivas de nosotros mismos. Recuerdo una novelita de Pirandello llamada algo así como "Uno, ninguno y cien mil" que te enseña las diferentes facetas que puede tener una persona. Nosotros somos muchos a la vez: la imagen que me devuelve el espejo un día tal, cómo me ve el vendedor de la esquina o mi pareja. Pero sería diferente si fuéramos capaces de ver al otro en sus diferentes dimensiones, como un volúmen más que como una imagen plana.

De alguna manera, como están las cosas hoy en día (ni siquiera es necesario entrar en detalles) ser idiota, así como el príncipe mishkin, no solo es ser un artista incomprendido, sino alguien capaz de sospechar de lo que la realidad le está ofreciendo, aceptar esa sospecha y dudar de los discursos e imágenes que se te imponen. La única certeza que tengo viene de las imágenes que crea mi mente y de darle una oportunidad al otro como una compleja figura tridimensional, así como ese dibujo que me enseñó mi amigo o como un personaje de Dostoievsky.

jueves, mayo 10, 2007

El rey del país de barro


Esta imagen está fuera y dentro de mí.

martes, mayo 01, 2007

El triste corazón de Londres

Salí de esta ciudad y me trasladé a Londres por cinco días a visitar a mi amiga Ema, quien estuvo un año en Chile compartiendo casa, puchos, tés con leche y eternas conversas conmigo (de esas transversales, que van de un tema a otro sin cansarse) . Pensé que llegando a esta ciudad desconocida, me alejaría de todas las ansiedades que te puede provocar una ciudad como Barcelona; pequeña, densa, turística, dinámica y donde el aire a veces se estanca y no hay donde echarse más que entre los pasos rápidos de la gente o mirando el caldo del mediterráneo e imaginando el enorme y cansado continente que está del otro lado.

Me habían dicho que Londres era una ciudad difícil, claro, me imagino que lo es para los que intentan armarse una vida allá, lo cual no es solo conseguir trabajo, sino que también entrar en el mundillo de sus habitantes. Durante los días que estuve allí, en el barrio de bethnal green, me impresionó la calidad de vida de sus habitantes: enormes parques (con lagos y cisnes), limpieza absoluta de sus calles, identidad de barrio y los famosos pubs, donde se reúnen todas las generaciones, colores y tendencias del barrio a cualquier hora para compartir unos pints (chelas), algo de música y las anécdotas de la jornada laboral. Pero cuando caminaba por el barrio o por el centro, aunque siempre hay muchas atracciones para visitar, una nube densa parecía atraversarme y tocar mis fibras más sensibles. Este aire, a ratos obscuro se colaba por mi piel para invadir algún lugar cerca de mi garganta, que me hacía recordar imágenes que tragaba con espesura; lo que el pasado te devuelve cuando uno camina sola dentro de una nube. No sé porqué esta ciudad más que el presente, me hizo invocar el pasado.

Así, en medio del British museum, entre las cerámicas chinas, me vino un sentimiento melancólico muy fuerte, aún no comprendo bien el motivo, pero me sentía ajena a esas vitrinas, más allá de lo que ellas mostraban. Me imaginaba que esos preciosos budas, manuscritos y jarrones no pertenecían a ese lugar y yo tampoco. Lo mismo me pasó con todas las obras de arte que vi en los museos y no sólo en el British (de historia antigua), sino también en la National Gallery, donde las pinturas me parecían encarceladas, al igual que yo entre sus paredes y en esa gran ciudad (sentí una complicidad secreta entre yo y Chagall). En la Tate Gallery, hasta el retrete de Duchamp me parecía un prisionero, pero Duchamp al menos se jactaba de eso. Sentí que esta ciudad era una gran vitrina y que si el mundo fuera así, yo me encontraría en el escaparate equivocado. Incluso en el parque del barrio sentí eso y lo único que saqué en limpio es que no sé bien de dónde soy pero cuando llego a un lugar que no me pertenece me queda clarísimo de dónde no soy.

Mi mirada cambió un poco en estos días. Me sentí como el retrete de Duchamp queriendo volver al baño público o como las meninas de Velázquez al palacio de la corte (aunque las meninas no están en Londres, en fin) Mi mirada cambió y me dolía hasta el pecho, a pesar de todos los pints, conversas y amigos que tuve cerca.

En limpio pude sacar que es una ciudad que sufre de una enfermedad oculta, que corre con el aire denso. Es hermosa y casi perfecta, eso no lo niego, pero ahi me sentí en el corazón del mundo occidental, y pude sentir que ese corazón latía lento y cansado, al igual que el mío allí.

chiloé en londres


Encontré este dibujo de ema y flor en Chiloé. Apareció en un lugar muy lejos de la isla y de mí y en ese momento me sentí como náufraga de esos colores y trazos; en otra isla enorme llamada inglaterra.


salud!


lunes, abril 23, 2007

miércoles, abril 11, 2007

Dos fantasmas: Dalí y Borges

Dos fantasmas se me han aparecido estos últimos dias. Ustedes ya los conocen, probablemente han sido visitados por alguno de ellos. Parte de ellos esta viva, pues se trata de conquistadores del tiempo y del espacio, seres a los que el mundo y sus leyes no les fueron suficientes y tuvieron que reinventarlo y recrearlo. Nada menos que dioses terrestres o hijos de dioses con humanos. Me refiero a un genio y a un sabio, ambos empuñaron su daga y la clavaron en el mundo, un puñal que aún no ha sido removido y el día en que lo sea, su marca quedará para siempre en el inconsciente colectivo de nuestra especie. Me refiero nada menos que a Dalí y a Borges. Dalí el genio; Borges, el sabio.

Parece muy fácil largarse a escribir sobre dos artistas (creo que Borges se ajusta más a un sabio pensador o a un viejo astrónomo reencarnado, que a un artista. Como aquellos pensadores que encontramos en esos libros empolvados y que se daban por extinguidos, menuda sorpresa al descubrirlo) de los que se ha escrito de todo y de los que se seguirá escribiendo hasta que el curso del tiempo desintegre esas páginas o destruya esas telas. Ni aun así; la tradicion oral seguirá recordando sus obras y luego serán reescritos por profetas en calidad de personajes míticos, de héroes del arte y del pensamiento humano.

Lo que me inquietó esta vez fueron las personas que hay detrás de esa obra. Poco se sabe de Borges, más reservado y volcado exclusivamente a las palabras y muchísimo se sabe de Dalí, quien en algún momento nos ha a llevado a confundir su persona con su obra y a dudar si su persona es una creación más de él mismo (como él mismo dijo en más de una ocasión).

Anoche tuve la suerte de ver una entrevista en "A fondo" que le hicieron a Borges cuando el franquismo estaba en su cúspide en España. Independiente de la estética del programa y de la excesiva formalidad del entrevistador, me sorprendió mucho ver por primera vez a Borges durante más de una hora hablando de su vida y de su obra. Un tipo que con la mirada perdida (probablemente en alguno de sus universos), nos acercó a su infancia de ratón de biblioteca, donde devoró todos los libros que sus bracitos de niño alcanzaron en las infinitas estanterías. Allí se encontró por casualidad con el Quijote, con las mil y una noches, con viejos mitos escandinavos y literaturas de todas partes del mundo. Pero lo que más llamó mi atención, es que Borges se mostró como aquel personaje de sus cuentos, un ser ínfimo inserto en un universo indescifrable. Demostró ser un verdadero sabio, una persona como cualquiera otra que sigue adelante con su vida, una persona consciente de que lo que sabe es muy poco aún, un aprendiz de el tiempo, a pesar de que ha conseguido traspasarlo y burlarlo y contra el que va luchando con su pluma. En la entrevista, Borges se mostró más humilde que tantos de nosotros. Desdoblado de su obra, cuando el entrevistador le citaba sus propias frases Borges decía "Mire usted ¿y eso lo escribí yo?, no está mal, ¿no?" mostrándose excesivamente humano y cálido en contraste con lo suprahumana y a ratos fría que nos pueda parecer su obra. Vale la pena conseguir esa entrevista y verla para comprender muchas cosas.

El fantasma de Dalí en cambio, se me apareció inevitablemente cuando ayer fui a visitar Figueras, la ciudad catalana que lo vio nacer. Una ciudad que no tiene nada de especial fuera del Museo que es el máximo exponente de su obra y de su inflado Yo que lo llevó a insertar en el espacio un edificio que parece sacado del sueño más absurdo. Este museo fue uno de los proyectos que mantuvo ocupado a Dalí gran parte de su tiempo y cuya magnificencia, autorreferencia y potestad llegaron a agotarme.

Algunos montajes me parecieron horribles, a pesar de todos los fundamentos estéticos que se les pueda otorgar, que son kirsh, que el surrealismo, que el juego espacial, en fin. Esto no quiere decir que Dalí no sea un verdadero genio, sí que lo es, ¿quién podría jugar tan libremente con el espacio?. Y aquí cabe destacar la distinción que hice entre ambos creadores al comienzo (Dalí el genio; Borges, el sabio) Dalí no me parece un sabio, porque quien se cree Dios no puede serlo. En un par de oportunidades he leído sobre Dalí como persona y él se sentía un verdadero Dios, incluso en un momento fue amante de la monarquía y del gobierno de los poderosos (me sorprendió ver en su museo una gigantografía del rey Juan Carlos), de la primacía de los más fuertes por sobre los débiles, siendo que también fue comunista en sus tiempos. Dalí se paseaba con un exótico báculo que en ese entonces sólo llevaba el papa o alguno de aquellos poderosos que sitúan su pie sobre nuestras cabezas. Solo Dalí logró destruir una vitrina completa en una de las más famosas avenidas de Nueva York, como si nada... claro, es Dalí. En fin, Dalí era su propia obra y así se sentia, pero su avasalladora presencia me hizo dudar.

Sin juzgar a uno ni a otro (sería una patudez extrema), solo presentando la que es mi percepción de ambos, si sacamos la genialidad de Dali y la sabiduría milenaria de Borges, nos quedamos con dos seres humanos que marcaron nuestra era.

Sin duda las obras de ambos son geniales por donde se les mire. A mí al menos muchas de ellas me quedan grandes y me dejan con los ojos abiertos intentando situarme en esa dimensión cuyo velo se va descorriendo poco a poco hasta encontrarme con otro velo y así sucesivamente. Un código que viene de otro lugar, un eco que a ratos me ha parecido cercano pero que tiende a alejarse.

Para mí Dalí como personaje representa las aspiraciones del mundo actual, un ser materialista, individualista, egocéntrico a morir. Los Dalís de hoy son los que triunfan, son aplaudidos y admirados por los que están más arriba. Los que su presencia avasalladora no permite detenernos en aquellas personas cuyo silencio esconde infinitas riquezas y mundos. Dalí fue uno de los que depositó la primera piedra para los cimientos del mundo así como lo vemos hoy.

Borges, en cambio, es uno de aquellos seres silenciosos, un viajero del tiempo que nos abrió puertas hacia lo desconocido, hacia otros mundos mucho mayores que este. Aqui no somos más que hormigas intentando descifrar que hay más allá de lo que vemos. Creo que Borges es el que escucha y camina con los ojos abiertos, el que atraviesa este momento contingente, esta hora y este día, para hacernos comprender que somos un símbolo.

Desde esta perspectiva yo me alío más a Borges como persona. Creo que lo que me representa es lo que más está escaseando por estos lados. Me frustra ver cómo hay personas que ponen su pie sobre la cabeza de otro, sin ser capaces de ver qué mundo esconde ese otro. Creo que los lectores del silencio y de las miradas pueden comprender a lo que me refiero.

viernes, enero 19, 2007

Del otro lado

Lo conocí en una cancha de futbol y al poco tiempo me metió un golazo, pero la pelota atravesó la red y se fue tan lejos que el partido no pudo seguir. Inventó una lata para seguir chuteando, pero ya no era lo mismo y se frustró, tiró la lata a medio campo y abandonó el juego. Yo seguía a la defensa del arco, pensando que la lata también podría traspasar la linea, o que alguien, quizás, con un poco de imaginación, podría sustituir la pelota. Pero luego me di cuenta, cuando ya nadie tenía ganas de jugar, -ni siquiera de chutear una maldita lata-, de que el juego se había acabado y me salí de la cancha a buscar otro juego, para no pensar en lo que pienso, y ¿qué pienso? justamente ahora estoy tentada a pensar ¿porqué fui la única que no me importaba seguir en una pichanga sin pelota?... da igual, mejor pensar en algo más importante que una lata o una pelota –aunque debo reconocer que algo tan estúpido puede apoderarse de mi mente-

Para ventilar mi cerebro de semejante desilusión, decidí ahogar mis penas en el camino a casa, que en ese momento se había hecho demasiado corto para todo el tiempo del que disponían mis pasos, acompañados de un cigarro. Cuando salí de la cancha, mi objetivo comenzó a aparecer como un espejismo, que a medida que me acercaba a él, se iba transformando en un lugar. Una barra, un par de chicos sirviendo, yo en un costado, y una multitud para observar sin ser observada, ni descubierta. Dentro del espejismo, yo sentada a un costado de una larga barra que abraza incontables botellas (presente) de tragos familiares y desconocidos, sifones, dos chicos, un tablero de ajedrez cerrado, un lavaplatos, una bolsa llena de basura... pero me enfoco en el tablero y me inflo imaginando que quizás alguien quiere seguirme una partida, luego me calmo y tomo un trago del vino que recién me han llenado. No quiero ligar, no quiero mirar más allá de lo que pasa a este lado de la barra. seguro que alguien me ve ahí sola y quiere llegar -imagino-, pero eso no es parte de mi espejismo inicial, así que decido no enfocar a nadie fuera del campo de juego. Todo lo que sucede tras la barra es nombrado con mis palabras imaginarias a medida que lo voy mirando. Solo me enfoco a los objetos y los vuelvo a nombrar de un brochazo: el ajedrez, se llama cacique; esas botellas uniformadas se llaman pandoras; los sifones, grifos y los destilados -con sección dedicada-(whisky: scarface; brandy: oliveira; ron, manolo; pisco, casca; cachaza, reptilia; vodka, strotzil; tequila, picotazo; mezcal, cactelote; martini, aníbal...)

Cuando necesito algo se lo pido al joven –aún no identificado- y si se me acaba el tabaco, a otro que esté cercano. En teoría no me falta nada. He contruido un lugar perfecto desde aquel costado y me siento segura. El único problema es no mirar demasiado el tablero ni ningún objeto de la barra, ni menos con mi natural cara melancólica, que en cuanto se concentra en cualquier objeto o persona, se frunce, antes de saber de qué se trata. Una cara que se frunce en cualquier acto de concentración o enfoque.

Desde afuera alguien me pide fuego y en seguida me pregunta si estoy enfadada, lo cual reafirma mi complicidad con todo lo que sucede del otro lado de la barra, y claro, es la típica forma de engrupir… esperando que le diga que no lo estoy y que estoy sola. Pero en ese momento no lo estoy porque todos los objetos a mi alrededor han sido nombrados y “domesticados” por mí, y por eso me siento la “reina” de ese espacio y por eso siento que los que están del otro lado –de la barra-, deben respetarme y tratarme como una reina y con solo pensarlo mi copa está siendo rellenada por uno de los de mi lado y luego otra y otra… tan reina yo ahí hasta que el lugar se ha vaciado. Claro, porque soy la reina y no me voy a liar con ninguno de los que quedaron, eso sí que no… a menos que me atrajera desmedidamente alguno de ellos, cosa que no me pasa muy a menudo. Ya se me ha olvidado la escena de la pelota o lata de fútbol y ya ni sé porqué estoy tan peda en ese lugar, olvidé el referente inicial, el motivo absurdo que me llevó hasta allí. Entonces me paro digna y busco monedas para pagar, pero claro, no sé cuántas tendré que pagar (para mí es impagable la dedicación con que he mirado el otro lado), y ya les contaré con qué pagaba esas copas de vino (no sean mal pensados).

Y así fue como ese lugar lo hice propio y nunca me dejó volver acompañada, hasta que conocí a Renata, con quien abrimos ese tablero, jugamos todas sus piezas y nos hartamos de beber vino. Ella compartía esos secretos del otro lado hasta hacerse mi más fiel cómplice, al punto de hacernos adictas a los vinos, al tablero y luego al culo y a los ojos –respectivamente- de los argentinos que habitaban de ese lado… la historia continúa...