lunes, julio 25, 2005

El carné de Santiago

Un carné arrojado en la línea eléctrica, en la fotografía, un rostro joven e inexpresivo es el protagonista de los miles de ojos distraídos que ahí se detienen a diario. La imagen queda guardada en un lejano rincón de nuestras memorias, como sucede con las imágenes que cubren la ciudad. Dos semanas después, un rostro familiar comparte mi vagón y pienso que quizás fue el protagonista de mi sueño matutino, no recuerdo bien de dónde, pero parece recordarnos a mí y a mis compañeros de carro, -en una misteriosa conjetura colectiva-, que se trata del viejo rostro de Santiago.

lunes, julio 18, 2005

Escupitajo

Mis manos aún escupen,
los huesos y glóbulos curtidos,
de tanto tocar el viento,
de tanto esperar abiertas,
a que un día como cualquiera,
una tarde descriptible y común
ellas pudieran empuñarse
Y detener el tiempo en sus palmas.

Que el viento de esporas amarillas,
entre los cauces de mis dedos se alojara
Y que al hallar tus ojos reflejados
en las pupilas de un lagarto prehistórico,
ellos te volcaran a nuestro tiempo,
te refregaran el eterno segundo;
te lo empuñaran por la piel y los órganos
Y vertieran nuestra eternidad en tu sangre.

Así es como apareces,
puño ensangrentado
cuya palma esconde el viento,
El misterioso viento del tiempo
que por un segundo ha sido nuestro

¿Dónde es que te ocultas?,
mis manos siguen sangrando
las gotas ya son costras sobre el cemento
perdidas entre huesos y pañales
al final de ese fétido pasaje.

¿Dónde te escondes?
¿O es que nunca te has detenido?
¿Viajas por las esporas del parque cotidiano?
¿Te cuelas entre mis sábanas?

Vistes el aire,
aún no eres cuerpo,
te busco entre mis manos,
entre los huecos de aire albergado
en la milenaria tristeza de sus formas.

Recibirte quiero,
empuñarlas y golpearme el pecho
refregarme aquel tiempo áspero por mi rostro
e invocarte silenciosa montada sobre la nada.

miércoles, julio 13, 2005

Cajita Musical

Desde que el silencio se apoderó de aquel día,
cuando el rumor del viento se apagó,
mi mirada se ha volcado hacia las piedras,
buscando entre la dureza de sus formas
Algún rastro de sutil respiro.

Detectando el aire en el agobio,
tomé la última burbuja;
aquel instante invisible
oculto entre la solidez milenaria

Y en estos días quietos,
sin viento,
sin tu voz,
me refugio en el hueco de la piedra
en ese ínfimo espacio reservado.
y navego libre en la transparencia molecular

¿Es esa burbuja de aire enterrado
tu eco lejano entre las garras del tiempo?

Eso es lo que de ti me queda,
lo que antes de mí estuvo y lo que después estará;
es lo de siempre, eterno como esas rocas

Y si el viento ya no corre con tus besos
y las ramas del parque ya no me abrazan por ti
entonces con certeza apuesto
por la voz lejana de la piedra

Y pienso en un camión de dinamitas
que en mil pedazos ha de volar,
la piedra que guarda el aire de tu voz
Y libre se apodera de todos los silencios
mis calles pobladas por tus cantos

El mundo, una secreta cajita musical

jueves, julio 07, 2005

El lápiz -San Cristóbal de las casas, Febrero 2003-

El destino me condujo esa última tarde, minutos antes del bus, a una calle de piedra, que desembocaba en una plaza asoleada con viejos árboles, carros de globos y máscaras coloridas de sol. Casualmente se me atravesó una tienda de arte con los más variados lápices, entre los que encontré uno sencillo y perfecto que reemplazaría al chonguito negro que al dibujar iba carbonizando mis dedos y después mi cara cuando distraída me rascaba la mejilla o me despejaba ese mechón de pelo.
Pedí el carbón más grueso, pero esta vez recubierto de madera y lo guardé en la rejilla trasera de mi mochila, ahí donde guardo lo más sagrado y lo más profano: chicles envueltos en boletos de micro, carnet de identidad, una cajetilla de faros, pasaporte y pipa. En la jerarquía de este universo de cachureos, basura y documentos el lápiz quedó en calidad de objeto sagrado, tipo pipa y pasaporte. Pero a pesar del brillo que adquirió este objeto apenas pasó a mi propiedad, bastó un par de horas para que pasara al olvido. Viajando por el suelo del bus y compartiendo su rejilla con una cucharita para flan, se bajó conmigo en la estación, por donde caminamos y dormimos. Cargó en mi estómago abrazado como un hijo en la mochila. También lo hizo en todos los suelos de esperas y puchos. Estuvo en San Cristóbal, silencioso ahí dentro, hasta que por necesidad lo recordé.La primera vez que lo necesité fue esta tarde en la eterna escalera de un mirador al que llegué caminando por instinto. Al sentarme antes de llegar arriba, quise dibujar un perro que estaba tirado mascando un hueso; un perro café mimetizado con los troncos de los árboles y la tierra. Pero mientras buscaba los fósforos para prender un farito, en un segundo de distracción, ya no había perro ni mímesis y al mirar a mi alrededor, desde lo alto de las escaleras, vi una escena que despertó mi curiosidad: un perro ladrando furiosamente sobre un techo triangular. Si bien ladraba como los de su especie, tenía todos los gestos y movimientos de un gato. Me dio risa que fuera el segundo perro mutante de San Cristóbal de las casas. El primero, era Narco, un tipo de bulldog quiltro que vivía en el techo del hostal. Entonces fue como quise dejar constancia de los caprichos caninos de San Cristóbal, y, buscando mis lápices pasteles, recordé la rejilla de mi mochila y tomé el lápiz de carbón. Cuando lo tenía en mis manos, recordé toda esta historia y lo usé con tanta familiaridad, transformando los trazos desbocados en curiosos paisajes caninos, y así el carbón viajó conmigo registrando paisajes selváticos y desiertos, imágenes y situaciones cotidianas.

viernes, julio 01, 2005

La Perra Brava

Cubierto de un lustroso cuero rojo, esa tarde de diciembre el altar de La Perra Brava brilla de sobremanera. Pequeños perros de peluche rosados y amarillos cuelgan del techo acharolado y una serie de discos plateados cubren los costados del ventanal, transformando los rayos de sol en un psicodélico juego de luces. El atardecer con la frase escrita "Jesús te Ama", junto a la bandera del Colo parecen los objetos más sagrados del altar. Desde uno de los costados y hundido en un asiento flojo que hace las veces de trono, Don Tito controla la dirección y los movimientos de la máquina, que a esa hora transita despiadada por Avenida Matta. Mi mano distraída siente el peso de las monedas calientes que El Caballero deja caer al tiempo que lanza un suspiro profundo y pone primera.

Caminando por el pasillo, observo la disposición lógica de los pasajeros. En los dos primeros asientos, frente a un desgastado aviso de "No Fumar", se sientan dos caballeros de edad: uno le comenta eufórico al otro los resultados del Teletrak y el favorecido lugar de "El Malandro", mientras el otro me saluda con un par de cejas seductoras que se levantan al verme pasar. En la tercera corrida, una señorona bien perfumada no despega sus ojos de un libro flaco que parece una novela rosa, con una pareja esbelta en la tapa y un título de caligrafía recargada que no alcanzo a leer.
Me acomodo en uno de los últimos asientos, tras recorrer con la mirada el panorama de La Perra, que en esta tarde me inspira un aire de soledad. Sus asientos, en gran parte abandonados, aumentan el tedio y el calor del momento, llevándome a buscar la novedad allá afuera, en el paisaje de la Avenida, con los autos nerviosos y las colegialas apiñadas en las veredas.
En la corrida del lado, una mujer embarazada sostiene a dos niños sobre sus piernas, mientras el caballero del costado aprovecha su distracción para mirar libidinosamente el pedazo de pierna que acaba de descubrirle uno de los pequeños. Esa tarde de verano, La Perra, no me arroja mayor novedad, al menos no como en otras ocasiones, cuando los estudiantes, vendedores o cantantes se suben a avivar la cueca y a transformar -al menos por un minuto- nuestros problemas en ofertas de lápices o en una entonada canción de Quila.

Desde el penúltimo asiento, el que revela el accidente geográfico de la micro, alcanzo a divisar los ojos de Don Tito a través del retrovisor; esos que a diario se me atraviesan por el espejo, desde donde cuelga una pequeña guajira que baila al son de las curvas y los frenos.
Esta tarde sus ojos parecen más cansados. Hundidos entre sus pómulos y su corrida de cejas, arrojan la expresión de alguien que se siente víctima de la gran ciudad y sus habitantes. Por alguna razón que desconozco, su mirada me hace intuir que la media hora de recorrido será algo diferente. Quizás un acto sutil como el aumento de la velocidad en las curvas o la agresividad con que las monedas cayeron en mis manos afectarían el curso habitual de este viaje.
Pensando en el recorrido y lo inesperado que allí puede suceder, diviso algo que atrae toda mi atención. La ventana lateral de mi derecha me arroja un rostro nuevo, del que no me percaté minutos atrás cuando caminé por el pasillo, observando uno a uno a los pasajeros.
Al examinar detenidamente esa expresión y cada uno de sus rasgos, caigo en cuenta de que se trata de un rostro profundo, que conserva maravillosamente la belleza de la juventud, pero con un aura de experiencia y misterio que despierta todo mi interés.
Intento buscar su presencia en cada uno de los asientos, pero no logro dar con ella, parece solo un reflejo, sin la persona tangible. Me detengo a observar y luego a contemplar su postura; su cabeza gacha como si estuviera concentrado en algún libro o probablemente en sus estudios. Parece paralizado como un cuadro. Luego de perder la noción del tiempo, -probablemente fueron varios los minutos que me quedé mirándolo-, me vuelvo inquieta y confundida, buscándolo en cada uno de los asientos, hasta dar con una cabeza que apenas se asoma por el respaldo de un asiento dos corridas más adelante del mío y me siento aliviada al comprender que de ese reflejo nace una persona real.Sus facciones traducen una expresión de pureza que me hace sentir cierta exclusividad, como si ese rostro hubiera aparecido en la ventana solo para mí; invisible para el resto. Su reflejo, algo distorsionado por el sol, se me presenta con la nitidez de una aparición divina. Exploro cada uno de sus gestos, su ceño levemente fruncido y sus dientes que muerden el labio inferior en señal de concentración.

-Este tipo me conmueve, pienso emocionada
-Puedo aplicar el poder de mi mirada, invocarlo para que sus ojos se levanten y se encuentren con los míos en el reflejo de la ventana; que los almacenes y todo lo que acontece en su calle sea sustituido por mis ojos; y que apoderándose de su reflejo le claven una mirada que acapare completamente la suya.
-Sentarme más cerca, sí... sin decir palabra aparecer a su lado y entregarle el misterio de mi presencia.

Recupero fuerzas con el paisaje de afuera donde el pavimento se ha transformado en un angosto camino de tierra y los grandes edificios de la avenida, en pequeñas casas cubiertas de latón y tablones de madera. Un niño jugando nos persigue por el camino y La Perra se aleja con la ferocidad que la caracteriza.

Ese instante de distracción, me basta para recuperar las fuerzas necesarias para llevar a cabo mi misión. Me vuelvo hacia el reflejo, pero éste solo me devuelve al camino y a un par de perros lánguidos que marcan el fin del recorrido. Ese rostro que me cautivó hasta la emoción, ya no existe y todo mi sueño se derrumba en un segundo, mis ojos desilucionados se humedecen y se encuentran en el retrovisor con los de Don Tito que me devuelve una sonrisa irónica.

De pronto, desde el último asiento, un objeto duro y punzante presiona mi espalda. Inmediatamente me volteo y me sorprendo al encontrar el mismo rostro que tanto me conmovió en el reflejo, pero esta vez con otra expresión. El objeto comienza a presionarme con más fuerza y el ardor se hace casi insoportable.
El rostro esquivo y temeroso; y la respiración entrecortada, me hacen adivinar la voz que minutos atrás hubiera soñado con oír.

-Entrégueme su mochila, me dice al oído presionando cada vez más fuerte el puñal.
–...

Desde el retrovisor Don Tito observa conmovido la escena pensando que el amor puede surgir en los lugares menos precisos. Nos divisa cercanos, hablándonos al oído, quizás murmurándonos lindas palabras.

Y el cuchillo en mi espalda cada vez más profundo