El destino me condujo esa última tarde, minutos antes del bus, a una calle de piedra, que desembocaba en una plaza asoleada con viejos árboles, carros de globos y máscaras coloridas de sol. Casualmente se me atravesó una tienda de arte con los más variados lápices, entre los que encontré uno sencillo y perfecto que reemplazaría al chonguito negro que al dibujar iba carbonizando mis dedos y después mi cara cuando distraída me rascaba la mejilla o me despejaba ese mechón de pelo.
Pedí el carbón más grueso, pero esta vez recubierto de madera y lo guardé en la rejilla trasera de mi mochila, ahí donde guardo lo más sagrado y lo más profano: chicles envueltos en boletos de micro, carnet de identidad, una cajetilla de faros, pasaporte y pipa. En la jerarquía de este universo de cachureos, basura y documentos el lápiz quedó en calidad de objeto sagrado, tipo pipa y pasaporte. Pero a pesar del brillo que adquirió este objeto apenas pasó a mi propiedad, bastó un par de horas para que pasara al olvido. Viajando por el suelo del bus y compartiendo su rejilla con una cucharita para flan, se bajó conmigo en la estación, por donde caminamos y dormimos. Cargó en mi estómago abrazado como un hijo en la mochila. También lo hizo en todos los suelos de esperas y puchos. Estuvo en San Cristóbal, silencioso ahí dentro, hasta que por necesidad lo recordé.La primera vez que lo necesité fue esta tarde en la eterna escalera de un mirador al que llegué caminando por instinto. Al sentarme antes de llegar arriba, quise dibujar un perro que estaba tirado mascando un hueso; un perro café mimetizado con los troncos de los árboles y la tierra. Pero mientras buscaba los fósforos para prender un farito, en un segundo de distracción, ya no había perro ni mímesis y al mirar a mi alrededor, desde lo alto de las escaleras, vi una escena que despertó mi curiosidad: un perro ladrando furiosamente sobre un techo triangular. Si bien ladraba como los de su especie, tenía todos los gestos y movimientos de un gato. Me dio risa que fuera el segundo perro mutante de San Cristóbal de las casas. El primero, era Narco, un tipo de bulldog quiltro que vivía en el techo del hostal. Entonces fue como quise dejar constancia de los caprichos caninos de San Cristóbal, y, buscando mis lápices pasteles, recordé la rejilla de mi mochila y tomé el lápiz de carbón. Cuando lo tenía en mis manos, recordé toda esta historia y lo usé con tanta familiaridad, transformando los trazos desbocados en curiosos paisajes caninos, y así el carbón viajó conmigo registrando paisajes selváticos y desiertos, imágenes y situaciones cotidianas.