viernes, julio 01, 2005

La Perra Brava

Cubierto de un lustroso cuero rojo, esa tarde de diciembre el altar de La Perra Brava brilla de sobremanera. Pequeños perros de peluche rosados y amarillos cuelgan del techo acharolado y una serie de discos plateados cubren los costados del ventanal, transformando los rayos de sol en un psicodélico juego de luces. El atardecer con la frase escrita "Jesús te Ama", junto a la bandera del Colo parecen los objetos más sagrados del altar. Desde uno de los costados y hundido en un asiento flojo que hace las veces de trono, Don Tito controla la dirección y los movimientos de la máquina, que a esa hora transita despiadada por Avenida Matta. Mi mano distraída siente el peso de las monedas calientes que El Caballero deja caer al tiempo que lanza un suspiro profundo y pone primera.

Caminando por el pasillo, observo la disposición lógica de los pasajeros. En los dos primeros asientos, frente a un desgastado aviso de "No Fumar", se sientan dos caballeros de edad: uno le comenta eufórico al otro los resultados del Teletrak y el favorecido lugar de "El Malandro", mientras el otro me saluda con un par de cejas seductoras que se levantan al verme pasar. En la tercera corrida, una señorona bien perfumada no despega sus ojos de un libro flaco que parece una novela rosa, con una pareja esbelta en la tapa y un título de caligrafía recargada que no alcanzo a leer.
Me acomodo en uno de los últimos asientos, tras recorrer con la mirada el panorama de La Perra, que en esta tarde me inspira un aire de soledad. Sus asientos, en gran parte abandonados, aumentan el tedio y el calor del momento, llevándome a buscar la novedad allá afuera, en el paisaje de la Avenida, con los autos nerviosos y las colegialas apiñadas en las veredas.
En la corrida del lado, una mujer embarazada sostiene a dos niños sobre sus piernas, mientras el caballero del costado aprovecha su distracción para mirar libidinosamente el pedazo de pierna que acaba de descubrirle uno de los pequeños. Esa tarde de verano, La Perra, no me arroja mayor novedad, al menos no como en otras ocasiones, cuando los estudiantes, vendedores o cantantes se suben a avivar la cueca y a transformar -al menos por un minuto- nuestros problemas en ofertas de lápices o en una entonada canción de Quila.

Desde el penúltimo asiento, el que revela el accidente geográfico de la micro, alcanzo a divisar los ojos de Don Tito a través del retrovisor; esos que a diario se me atraviesan por el espejo, desde donde cuelga una pequeña guajira que baila al son de las curvas y los frenos.
Esta tarde sus ojos parecen más cansados. Hundidos entre sus pómulos y su corrida de cejas, arrojan la expresión de alguien que se siente víctima de la gran ciudad y sus habitantes. Por alguna razón que desconozco, su mirada me hace intuir que la media hora de recorrido será algo diferente. Quizás un acto sutil como el aumento de la velocidad en las curvas o la agresividad con que las monedas cayeron en mis manos afectarían el curso habitual de este viaje.
Pensando en el recorrido y lo inesperado que allí puede suceder, diviso algo que atrae toda mi atención. La ventana lateral de mi derecha me arroja un rostro nuevo, del que no me percaté minutos atrás cuando caminé por el pasillo, observando uno a uno a los pasajeros.
Al examinar detenidamente esa expresión y cada uno de sus rasgos, caigo en cuenta de que se trata de un rostro profundo, que conserva maravillosamente la belleza de la juventud, pero con un aura de experiencia y misterio que despierta todo mi interés.
Intento buscar su presencia en cada uno de los asientos, pero no logro dar con ella, parece solo un reflejo, sin la persona tangible. Me detengo a observar y luego a contemplar su postura; su cabeza gacha como si estuviera concentrado en algún libro o probablemente en sus estudios. Parece paralizado como un cuadro. Luego de perder la noción del tiempo, -probablemente fueron varios los minutos que me quedé mirándolo-, me vuelvo inquieta y confundida, buscándolo en cada uno de los asientos, hasta dar con una cabeza que apenas se asoma por el respaldo de un asiento dos corridas más adelante del mío y me siento aliviada al comprender que de ese reflejo nace una persona real.Sus facciones traducen una expresión de pureza que me hace sentir cierta exclusividad, como si ese rostro hubiera aparecido en la ventana solo para mí; invisible para el resto. Su reflejo, algo distorsionado por el sol, se me presenta con la nitidez de una aparición divina. Exploro cada uno de sus gestos, su ceño levemente fruncido y sus dientes que muerden el labio inferior en señal de concentración.

-Este tipo me conmueve, pienso emocionada
-Puedo aplicar el poder de mi mirada, invocarlo para que sus ojos se levanten y se encuentren con los míos en el reflejo de la ventana; que los almacenes y todo lo que acontece en su calle sea sustituido por mis ojos; y que apoderándose de su reflejo le claven una mirada que acapare completamente la suya.
-Sentarme más cerca, sí... sin decir palabra aparecer a su lado y entregarle el misterio de mi presencia.

Recupero fuerzas con el paisaje de afuera donde el pavimento se ha transformado en un angosto camino de tierra y los grandes edificios de la avenida, en pequeñas casas cubiertas de latón y tablones de madera. Un niño jugando nos persigue por el camino y La Perra se aleja con la ferocidad que la caracteriza.

Ese instante de distracción, me basta para recuperar las fuerzas necesarias para llevar a cabo mi misión. Me vuelvo hacia el reflejo, pero éste solo me devuelve al camino y a un par de perros lánguidos que marcan el fin del recorrido. Ese rostro que me cautivó hasta la emoción, ya no existe y todo mi sueño se derrumba en un segundo, mis ojos desilucionados se humedecen y se encuentran en el retrovisor con los de Don Tito que me devuelve una sonrisa irónica.

De pronto, desde el último asiento, un objeto duro y punzante presiona mi espalda. Inmediatamente me volteo y me sorprendo al encontrar el mismo rostro que tanto me conmovió en el reflejo, pero esta vez con otra expresión. El objeto comienza a presionarme con más fuerza y el ardor se hace casi insoportable.
El rostro esquivo y temeroso; y la respiración entrecortada, me hacen adivinar la voz que minutos atrás hubiera soñado con oír.

-Entrégueme su mochila, me dice al oído presionando cada vez más fuerte el puñal.
–...

Desde el retrovisor Don Tito observa conmovido la escena pensando que el amor puede surgir en los lugares menos precisos. Nos divisa cercanos, hablándonos al oído, quizás murmurándonos lindas palabras.

Y el cuchillo en mi espalda cada vez más profundo

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