martes, marzo 14, 2006

conmigo misma


Esa mañana de Ramblas, despierto en la habitación oscura, sin noción del tiempo, busco ansiosa el relojito de velador, veo la hora y todavía estoy a tiempo de meter la ropa acumulada de semanas y semanas a la lavadora y mientras, responder el cuestionario de evaluación para el profesor de las corbatas, con quien tengo la clase de la tarde.

Una vez terminado el cuestionario, con las respuestas más concisas posibles, siento que la ropa aún da vueltas de un lado a otro, con la fuerza de la función “centrífuga” de la máquina. Y como todavía me queda por lo menos un cuarto de hora, me fumo un porro y me asomo por el balcón a mirar a los gringos con camisetas azules del Chelsea quienes junto a sus infaltables galones de cerveza, gritan extraños himnos, eruptando y tomándose invasoramente el paseo (tipo paseo Huérfanos de Santiago, pero con otra fauna como se imaginarán).

La máquina se ha silenciado hace ya varios minutos y yo ni me he percatado, distraída mirando a los gringos y a esa abuela catalana del Barsa que con las manos les hace señales de insultos y les enseña su culo ancestral. Continuando mi misión doméstica, lleno el carrito de prendas húmedas y me dirijo a la lavandería del Raval, para terminar de secar esa ropa en las secadoras industriales, porque en estos días de invierno no hay posibilidad de colgar la ropa a secar en el balcón, bueno, y en verano tampoco porque supuestamente está prohibido mostrar conductas tercermundistas, es decir, colgar las pilchas ventana afuera en un paseo tan cosmopolita e internacional como el de las Ramblas de Barcelona (se trata de las polémicas “Leyes cívicas”). Paradójicamente, desde las mismas Ramblas, nace la calle Sant Pau, que da inicio al barrio del Raval, donde ya comienzan a divisarse los rasgos de espacios urbanos como imagino hay tantos en el mundo, con las ropas colgando ventana afuera, inmigrantes, prostitutas ofreciendo servicios las 24 horas, yonkis, algún que otro quiltro (aunque son muy escasos por estos lados), y de vez en cuando una posa sospechosa con restos de verduritas o jugos gástricos. En fin, camino por ahí con mi carrito hacia la secadora automática del Raval, que funciona metiendo una monedita por cada diez minutos y en la espera, un pucho, sapear a los transeúntes o quizás caminar por los alrededores, pero nunca alejándose tanto para estar pendiente de la ropa y el carrito, que podrían desaparecer en un dos por tres por un mínimo de distracción. Meto la primera moneda y me siento en la cuneta con un cigarrito para esperar. A los diez minutos introduzco mi mano en la secadora y la ropa sigue igual de húmeda, entonces meto tres monedas más y sigo esperando. Cuando ya voy en los cinco minutos de espera, la calle me tienta en exceso. Esa torre vieja de piedra, los skaters que pasan soplados por media calle, o esa anciana islámica media coja que me pega una mirada tan profunda para después continuar su camino. O esa otra mujer, ya de edad, de pelos rojos disparatados y sus dientes todos quebrados que camina de pies abiertos gritando calle afuera, como si alguien la estuviera persiguiendo.

Esa y otras situaciones me van alejando de la lavandería y ya me encuentro frente al patio trasero de lo que fue una iglesia o templo antiquísimo, todo enrejado como un zoológico y dentro algunos sillones viejos, cuerdas colgando de árboles y un gato. Luego, otro gato durmiendo bajo un de los sillones y unos gatitos pequeños escondidos tras la rama del árbol. Dos gatos más entre las cuerdas, y así un sinfín de felinos que van apareciendo y multiplicándose con mi mirada. Es como una casa ocupa felina, donde los gatos bien alimentados, sanos y felices comparten su espacio y se acicalan fraternalmente, claro gracias a quien se encargó de dejar ese tremendo posillo con comida, otro con agua e incluso una serie de cuerdas y juegos didácticos para que ejerciten sus garras en un lugar donde en la mayoría de los casos les sirven de adorno. A lo lejos veo un grafiti, donde sale pintado un enorme y gordo ratón vestido con motivos de la bandera de Estados unidos, y escrito algo así como “a los hermanos del norte no les damos la mano” Y así comienzan a aparecer una serie de grafitis en muros de edificios prácticamente abandonados y prendo otro cigarro y sigo caminando cuando... “¡chuuu!!, la ropa.” y me vuelvo rápidamente a la lavandería y el carro y la ropa intactos, dando vueltas, vueltas y vueltas. Entonces dejo mi mochila en el mesón y me lamento de no haber traído esa novelita que me estoy leyendo que no está nada de mal. Sigo esperando y se me ocurre subir a mi antiguo piso para saludar a mis ex compañeros, pero el carrito me estorba, entonces me siento a leer los carteles de instrucciones para las lavadoras en español y catalán y el “sonría que lo estamos filmando”.

Cuando la ropa ya está seca, me instalo en el mesón a doblar prenda por prenda, sorprendida y orgullosa de una minuciosidad nueva en mí.Meto la ropa dobladita en el carro y vuelvo a la casa, con bastante hambre, pero apenas entro, en la sala principal están los amigos mexicanos sentados conversando animadamente, entonces dejo el carro en la entrada y me echo en el sillón a “huevonear”, como dicen ellos. Cuando me dan ganas de fumar nuevamente y comienzo a buscar mi mochila que no está en la sala. “¡Bah! qué raro, la debo haber dejado en la pieza” “¡tampoco!!”Y así comienza un ardua e inútil búsqueda hasta que comprendo que con mi entusiasmo y minuciosidad textil he dejado mi mochila en la lavandería y ya ha pasado al menos una hora desde ese momento. Vuelvo al Raval ya sin esperanzas de recuperarla, y efectivamente no hay nadie, sólo una señora ecuatoriana que me dice que ni rastro de mi mochila negra había visto.

Me vuelvo a la casa, con un sentimiento neutro, es decir, ni angustiada ni contenta. Me siento en el salón y por un minuto pienso en todos los objetos de “no valor” que guardaba adentro, como ese block entero rallado con frasecitas y dibujos, o ese pañuelo viejo que guardaba como reliquia hace ya tanto tiempo y para qué decir la misma mochila, ya sin cierre y toda destartalada que nunca había querido botar. En una segunda reacción, pienso en los objetos “de valor” que guardaba adentro, como tarjeta del banco de chile, 50 euros, celular, apuntes de la universidad, es decir, la vida se me podría haber desvanecido en esos segundos, pero ¡no! Experta en pérdidas riesgosas, tomo el teléfono y marco al banco para bloquear tarjeta. ¡Y listo! pero ahora salgo por las calles y siento que me falta algo, porque no tengo nada que llevar, ni siquiera llaves de la casa, sólo a mí misma. Luego, nuevamente cambio de casa, arriba, cerca de sagrada familia y sin teléfono ni plata, ni block para rallar solo me abrazo a mí misma, es que me quiero tanto y si me dan ganas de salir o ubicar a alguien, supongo que tengo que ir directamente a tocarle su puerta.Esa misma billetera que rescaté de las líneas eléctricas del metro de Santiago y del estanque del water de una fiesta en Matta con Rosa, fue dejada junto a mi mochila voluntariamente en el Raval.

A quien la haya encontrado, espero se haya tomado o fumado o comido esos euritos, que le haya cocido el cierre y si es árabe, el pañuelo le sirva para tapar la cabeza de su mujer.

1 comentario:

::::MPSM:::: dijo...

Quizás si no hubieses doblado la ropa, no habrías perdido tu mochila... Pero pese a ello, creo que fue bueno, pues descubriste en ti un aspecto nuevo, que desconocías... Lo más probable es que pronto también descubras que puedes doblar la ropa sin olvidar lo que llevas contigo a la lavandería... Una nueva Isabel está revelándose de a poco en un país alejado de sus raíces, pero que no le es absolutamente desconocido...