lunes, agosto 22, 2005

El último abrazo

El auto se detuvo en el centro de Tijuana, rodeado de galpones de donde provenían ensordecedoras cumbias y corridos. Enormes salas de video juegos y oscuros pasillos que conducían a los centros de pool rodeaban la calle principal, por donde caminé perdida en busca del Mercado Rosarito, donde comenzaba la Avenida Popocatepl, en cuyo número 551 me esperaba la persona que había estado en mi mente durante todo ese año, asomándose en mis sueños y protagonizando mis pensamientos cotidianos. No hubo un solo día de ese 2003 sin sus cantos. Sus vuelcos mágicos hacían que un rayo de sol apareciera repentinamente en mi cara en el día más oscuro del invierno, o que repentinamente mi voz empezara a entonar las más tiernas y poéticas melodías a la luna y a la cordillera donde imaginaba nuestra grieta oculta. Sin duda había una comunicación mágica que nos ligaba y los fenómenos de la naturaleza actuaban como emisarios.

Abordé el primer taxi que divisé entre las luces nocturnas y me dirigí a la numeración 551. Luego de caminar una empinada cuesta de tierra, me encontré con una casa blanca tras una pequeña reja del mismo color que tenía el número indicado. La abrí sin titubear y entré preguntado por J.–Pase, ahorita viene-, me dijo amablemente un joven de pelo largo. Observé la amplitud de la sala en que me encontraba, con una gran alfombra verde que hacía las veces de pasto recién cortado, probablemente era el lugar donde se ensayaba. Intentaba controlar mis nervios y olvidarme de las expectativas del encuentro pensando en situaciones superficiales como el calor del viaje, las terribles paradas a comer en esos locales de comida rápida y la historia del conductor chicano quien prácticamente había olvidado su español.

En el oscuro umbral de la puerta y tras un móvil de pequeñas semillas que hacía las veces de cortina, apareció J. Su presencia era tal como la había soñado hasta hace unos segundos atrás, alto de extremidades finas y movimientos destartalados, me miraba con una expresión que ya existía en mi imaginación, una mirada que atravesaba mis ojos para transformar todo en un entorno de magia, como en un mundo de duendes y hadas donde la naturaleza y la cultura encuentran la fusión perfecta. Allí nosotros fuimos los emisarios de ese espacio natural, del universo donde todo era posible, como el improbable hecho de encontrarnos ahí frente a frente abrazándonos en un amoroso encuentro que más allá de nuestra voluntad, sabíamos inevitable.

Le pregunté si tenía una tazita de té que me convidara, pero solo tardé unos segundos en comprender que estaba pidiendo mucho, era un pequeño lujo o excentricidad para las condiciones en que estaban viviendo él y el resto de los músicos, los "Atómicosastrorrumberos" del Yucatán, la banda a la que se había unido él con su jarana y su voz en un encuentro en las playas del pacífico sur. Junto a la banda J había llegado a Tijuana en busca de la oportunidad de grabar el disco en la ciudad de Los Angeles a tan solo unos 300 kilómetros al otro lado de la frontera. Mientras eso no sucediera, la música en las micros y cafés frecuentados por gringos, sería su fuente de trabajo.

Los atómicos eran una suerte de comunidad maya reunida en torno a la música y la convivencia. Los pesos que cada uno ganaba tocando en la calle quedaban en un fondo común a partir del cual se compartían sacos de avena, frijoles, guacamole, churros, techo y la música. De los cinco integrantes J era el único chilango, el resto había nacido y crecido en la península del Yucatán, por lo que en gran parte del vocabulario cotidiano estaban presentes ciertos modismos mayas que luego de una semana comencé a adoptar. Con J pasábamos largas horas contemplándonos y contándonos historias, habían muchos temas por conversar, especialmente sobre la comunicación que mantuvimos durante todo ese año sin necesidad de correo ni teléfono, sino a través de reveladores sueños e historias que surgían desde algún lugar de nuestro inconsciente. Una de esas tardes, J me contó una de las historias que nos ayudaría a comprender ciertas claves sobre los sueños y pensamientos que nos habíamos transmitido.

-La historia que te voy a contar fue el primer cuento que escribí, quiero que la escuches bien porque siento que tiene bastante que ver con nosotros- me dijo J repentinamente una tarde mientras yo colgaba ropa en el patio.

Me senté dedicadamente a su lado y él comenzó.

-Este es un anciano que vivía solo en una vieja casona acompañado únicamente por su perro policial que lo seguía día y noche en la ciudad. También lo acompañaba hasta los bosques del sur cuando el viejo frecuentaba su pequeña cabaña, donde disfrutaba de sus lecturas y del placer de dibujar los recuerdos de su vida en cada uno de sus muros.
En su mansión urbana, en cambio, una casona antigua del S.XVIII, el anciano coleccionaba obras de arte, llegando a tener alrededor de 300 cuadros y esculturas de renombrados artistas, dentro de los cuales, amontonados en una oscura sala, había una pintura muy especial que nunca más olvidé. La pintura representaba la silueta de una mujer, que se dibujaba sutilmente al final de la escena que representa a dos parejas bailando tango y un caballero solo y melancólico fumando un cigarrillo. Cuando entré por primera vez en la casa del anciano, entre un montón de cuadros que éste aún no había colgado encontré uno que no pude dejar de contemplar, pues en su fondo se encontraba esa misteriosa mujer.-J se detuvo un momento para buscar un cigarrillo y tras encenderlo me miró como si esa historia no fuera producto de su imagunación sino un acontecimiento muy especial de su vida y prosiguió-
-Le pregunté al anciano si podía adquirir ese cuadro por un tiempo, que me había fascinado, pero el caballero se negaba diciendo que cada uno de sus cuadros tenía un valor especial para él independiente de si estaban colgados o no. Sentía la necesidad de obtener esa pintura y usando el mismo pretexto de acompañar y conversar con el solitario anciano, comenzé a ir con más frecuencia a su casa con el verdadero fin de contemplar a esa mujer. No me cansaba de preguntarle si podía prestármelo y éste se negaba una y otra vez. Una noche en que extrañaba más que nunca la presencia de esa mujer, decido entrar escondido a la mansión, subir la larga escalera de caracol hacia el altillo, tomar el cuadro, abandonar la casona y arrendar una pequeña pieza en las afueras de la ciudad. De una de esas cuatro reducidas paredes colgué la pintura, y pasaba día y noche observando a la mujer, haciendo fuerza mental para lograr sacarla del cuadro y hacerla aparecer en mi vida. Pasé meses meditando ante el cuadro, olvidando las necesidades básicas de un ser humano, en vigilia simplemente contemplando la belleza de esa misteriosa mujer que ya comenzaba a desdibujarse. No comprendí si era parte de mi delirio o era un hecho que mi mujer del cuadro estuviera desapareciendo -¿para transmutarse a la realidad?-, sentía una pena inmensa al comprender que nunca más podría contemplar al hada de la pintura, pero a su vez sentía gran esperanza al saber por alguna razón oculta, que esta no tardaría en aparecer en mi vida.

Ese mismo día, esperé que llegara la noche para devolverle el cuadro al anciano, tal como lo había obtenido, en silencio sin que nadie lo notara, pues intuía que éste ya no debía estar en sus manos sin esa mujer. Una vez que me deshice de la pintura, la misma mujer comenzó a aparecer clara en mis sueños, con su pelo oscuro y un canto suave que parecía dirigido a sus antepasados; canciones que inspiraban mis composiciones que cada vez se acercaban más al canto de esta mujer, a quien sabiendo su existencia, le entonaba lindos cantos para que donde quiera que estuviera, ésta llegara a su lado.

-¿Y?, ¿cómo termina la historia?-le pregunté algo emocionada, pues por alguna u otra razón la trama me parecía familiar, como si me hubiera invocado a través de ella-.
-Así termina la historia, en que él la busca con sus cantos esperando que algún día ésta apareciera a su lado.
-me responde J-.
-No sé si deba decírtelo -le digo con los ojos brillantes-. -pero siento que esa historia tiene mucho que ver conmigo, como si el final dependiera de nosotros.
-Pero yo la escribí mucho antes de que nos conociéramos, me inspiré en una película llamada "El violín rojo", en que un hombre se obsesiona con un violín, tal como le sucede al personaje de mi historia con el cuadro. -J apaga el cigarro y pone toda su atención en mí-.
-Mira J, hay temas en la historia que se relacionan con mi vida, mi padre es un anciano coleccionista de arte y vive solo con su perro policial. Recuerdo que en su enorme casa donde ha vivido desde su niñez guarda muchísimos cuadros donde hay uno que calza exactamente con las descripciones del cuadro que tú me dices solo que aparece la sombra de mujer recostada, tras esa escena de tango. Aparece en una especie de cartel publicitario aunque solo se ve su espalda desnuda. -Comencé a describir a mi padre, su casa, su perro y sus cuadros con lujo y detalle, y observaba la cara sorprendida de J, que me insistía que esa era exactamente la escena de su cuento-.

Las historias continuaban y esta vez era mi turno, le hablé de un sueño que tuve tiempo atrás donde estábamos juntos viviendo en una azotea, con una pequeña cama y cordeles de ropa colgando. Mientras sorprendido él me contaba que había vivido durante un año en una azotea en el D.F.

La abundancia de coincidencias de las historias en aquellas calurosas tardes de Tijuana, nos llevaron a unirnos mucho más y a sospechar de que había algo extraño en todo esto.

Antes de encontrar al resto de los Atómicosastrorrumberos del Yucatán, las canciones con la voz de J y las cuerdas de la Jarana viajaron por diferentes lugares de México hasta llegar al sur, a una playa del pacífico con concurrencia turística donde conoció a los otros músicos, quienes algunas tardes a la semana, en un pequeño café junto a la playa acompañaban sus temas con ritmos veracruzianos y rumberos.

Una noche de invierno mientras tocaba junto a la banda divisó en la puerta del café a una mujer de la cual no pudo quitar los ojos de encima, tal como la mujer de la historia. Desde la puerta ella lo miraba constantemente y los dos se reconocieron al instante. Pero cuando él terminaba de tocar y la buscaba para hablarle, ella ya había desaparecido. Así pasaron tres noches con ella parada en la puerta, él tocando la jarana y las miradas reconociéndose progresivamente, cada noche otro poco más, pero sin la posibilidad de tocarse ni intercambiar palabras.

La cuarta noche la mujer no desapareció, sino que se quedó en la puerta esperando que terminara la función musical y luego de profundas miradas entre los dos, J bajó del escenario, atinó a pedirle un cigarrillo al oído, la tomó de la mano como si se hubieran conocido de siempre y la llevó a caminar por las callecitas del puerto. Ella apenas pronunciaba palabra y él recordó su historia del cuadro con la muchacha. Hablaron de las estrellas y los sueños, hablaron de arte, de amor y del campo donde los dos habían crecido, se rieron y se abrazaron hasta dormirse juntos en la pequeña azotea de la zapatería del pueblo. Al despertar, ella tenía que seguir camino, entonces se despidieron con un gran abrazo, sabiendo que volverían a encontrarse y J le dio una pequeña mascarita de barro que había moldeado hace algunos días. La figura era una pequeña máscara con rasgos mayas, de pequeños ojos rasgados y boca semiabierta. Ella la tomó entre sus manos y viajó con ella por montañas, ríos y desiertos hasta llegar a la selva del sur, al territorio maya. La selva había envuelto las ruinas, sin embargo éstas se mantenían vivas bajo el suelo que pisaba, 30 kilómetros de ruinas se encontraban bajo sus pies y en ese lugar, apartada de la civilización al poner la mascarita en su oído, sentía a alguien respirar. Por la boca y los poros de la pequeña máscara de barro, se oían leves murmullos y suspiros, así como las conchas de mar remedan el vaivén del océano. La mascarita comenzaba a cobrar vida en ese lugar y ese lejano respirar se asemejaba a la voz que cantaba en el café, pero esta vez parecía un mensaje más antiguo, parecía ser que el barro, las piedras y los árboles cobraran vida cada vez que la llevaba entre sus manos.

Una tarde en un camino selva adentro, el intenso calor tropical la atrajo hacia una posa de agua donde caía una pequeña cascada proveniente de un riachuelo. Ella no tardó en desnudarse y nadar en el agua de cristal y barro, pues todas sus paredes y su fondo parecían ser del mismo material de la pequeña máscara que guardaba celosamente en su puño. Mientras se sumergía una y otra vez en la cascada y tomaba el barro con la otra mano, comenzó a notar que las facciones de su pequeña máscara comenzaban a desaparecer lentamente con el agua. Probablemente la mascarita no estaba cocida y parecía como si ésta quisiera volver al lugar de sus antepasados. De pronto, la máscara ya humedecida comenzó a pasearse por su rostro y su cuerpo, su cara comenzó a teñirse completamente de barro y en sus dos piernas se dibujaron un hombre y una mujer desnudos de alas abiertas. Ella miró a su alrededor buscando algún tipo de señal externa, entonces se abrió levemente la copa de un árbol y dejó caer un rayo de luz en su rostro, luego, a su alrededor, las piedras y raíces tomaron forma humana, las ramas de los árboles parecían pequeños duendes ocultos. Allí ella comprendió que su entorno le estaba hablando, y que el tiempo se había detenido. La naturaleza la estaba llamando, entonces se sentó en silencio a contemplar y supo que ese lugar había estado habitado por humanos que tenían una comunicación directa con su entorno, que siempre habían visto lo que ella estaba viendo a su alrededor. Este lugar le pertenecía y las raíces, piedras y ramas de árboles le suplicaban que se quedara con ellos, que fuera el nexo con el mundo de los humanos.

En ese momento las pequeñas piedras del suelo comenzaron a tomar forma de rostros mayas, así como la máscara cuyas facciones habían sido borradas por el agua. Las piedras la guiaron por el riachuelo hacia arriba, hasta dar con una pequeña posa de agua donde aparecieron monedas, pequeños cántaros, y muchísimas piedras con los rostros de seres que se habían perpetuado en la selva, de los que aún sentía su respirar, tal como la pequeña máscara que J le había entregado esa última tarde en el café. Ella tuvo certeza de que ese era su reino, recogió gran parte de las ruinas y las envolvió en su pañuelo, cada vez que las frotaba y pedía un deseo se le cumplía, así pudo fumar un tabaco que apareció misteriosamente y el sol aparecía a su antojo para cobijarla de la fresca sombra. "Este es mi reino de barro, todo estaba previsto, la máscara me fue enviada para esta misión y J es el único ser humano que conoce este mundo, con él fundaré este reino, el país de barro y nuestros hijos serán los comunicadores de estos árboles, raíces y antepasados con la humanidad."

Se retiró selva adentro y cuando comenzó a oscurecer regresó al campamento con sus ruinas, su máscara de facciones borradas y la fuerza de alguien que ha mantenido un diálogo con la tierra.
Entonces fue cuando en sueños comenzó a ver a J, a viajar junto a él hacia vidas anteriores, hacia su país de barro. El mito sobrepasó a la historia y su vida se transformó en un sueño ancestral que alguien muy antiguo había soñado para ella.

El respiro de la mascarita nunca cesó, entonces fue cuando dos meses después tuvo la necesidad de comunicarse con él, pero esta vez ella se encontraba en el DF. Se reunieron en la plaza del Zócalo, se abrazaron en los enormes bloques de adoquines, en esa tierra que bajo la piedra vibraba de vida y de muerte.

Nos soñamos durante todo ese año, hasta atravesar la frontera de una ciudad triste para hundirme en un solo abrazo, los dos sabíamos de qué se trataba, ambos habíamos estado en el país de barro y abrazábamos el sueño de otro mundo que nos estaba acogiendo paralelamente, un mundo donde inevitablemente éramos amantes.

Después de la historia que me relató J en el patio de Tijuana, ambos recordamos el cuadro y el anciano. Cuando vi por primera vez esa pintura pensé que la silueta de esa mujer era una imagen surrealista de un cuerpo añadido en la escena de baile, pero al mirarlo nuevamente con detención la escena consistía en un club de tango que daba a una avenida donde había un enorme cartel publicitario iluminado donde se dibujaba la mujer. Un cuadro dentro de otro cuadro. Dándole más vueltas al asunto, pensé que el cuento que se le ocurrió a J era de esta misma mujer de espaldas y largos cabellos negros. Se trataba de ese aviso publicitario que comenzaba a desaparecer mientras el joven lo observaba día y noche.

Sin duda había un portal entre esa imagen dentro del cuadro y nosotros dos.

Nuestras manos apretadas aguardaban la frontera, el último pucho mexicano los dos sentados, el abrazo final y una mano policial nos detiene ¡Pasaporte!, entonces ahora sí el último abrazo y no mirar atrás, solo guardarnos en los sueños.

Una semana después de haber llegado a Santiago, fui a visitar a mi padre. Parecía como si esos meses en que no estuve hubieran sido años, pues éste ya no era capaz de levantarse, había envejecido notablemente y su perro lo acompañaba a los pies de su cama, lanzando un pequeño quejido de vez en cuando. Luego de acompañarlo un rato, subí la escalera de caracol y me dirigí hacia el lugar que en la historia de J estaría el cuadro, lo busqué entre las pinturas apiladas y mi corazón comenzó a agitarse rápidamente cuando di con ese cuadro. La escena era la misma, pero la mujer ya no estaba, entonces fui a los pies de la cama de mi padre, le enseñé la pintura y éste me dijo.
-Esa pintura es de mis tiempos, la pintó un viejo amigo mío de apellido Bernales, mexicano por cierto.
-¿Y la mujer? ¿nunca hubo una mujer dibujada tras la escena?
-Ahí nunca hubo una mujer, solo ese cartel publicitario vacío.-aseguró mi padre con un tono algo confuso-
-Está bien, solo creí haber visto una mujer en ese cuadro, solo hace un año atrás, pero debe haber sido producto de mi imaginación.-le dije algo consternada a los pies de su cama-.

Recordé una y otra vez la historia de J, del cuadro que una noche devolvió silenciosamente al anciano ya sin la mujer. Dos tiempos, dos historias que se cruzaron en el tiempo y el espacio; una, producto de la imaginación de J; otra, parte de mi vida.

Dejé el cuadro en su lugar original y comprendí que para que la mujer de la historia volviera a aparecer en el cuadro, J tendría que desaparecer de mis sueños y pensamientos cotidianos, entonces me alegré de ese espacio vacío y pensé que si quisiera olvidarlo, bastaría con encontrar a ese artista Bernales para que volviera sobre su tela a poblar ese espacio vacío con otra mujer, pero Bernales estaba muerto y ya no había vuelta atrás en este sueño.

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